El dadaísmo de Tzara y Grosz

El 24 de diciembre fue el aniversario de la muerte de Tristan Tzara, ocurrida en Paris en 1963. Tzara dejó una obra poética de difícil valoración en la que se destaca El hombre aproximativo, de 1930, “el único poema de gran aliento que se puede atribuir legítimamente al surrealismo” según Marcel Raymond, pero su nombre tiene una resonancia histórica antipoética o antiliteraria que ensombrece sus tardíos méritos de escritor. Tzara fundó, en 1916, en el Café Terrase de Zürich, un grupo de rechazo a lo real, de más radical escepticismo, al que llamó Dadá, una palabra que no significa nada, la primera que encontró con la punta de su cortapapeles al abrir, en la ceremonia del bautizo, el diccionario Larousse.

Esto ocurría en los años más sombríos de la Primera Guerra Mundial, lo cual representaba una negación total de la moral burguesa movilizada y militarizada, de los hábitos de pensamiento, de los intereses creados, de los hábitos de pensamiento, de los intereses creados, en fin de todos los agentes desencadenantes de esa guerra. Esa negación fue una respuesta de la juventud a nivel internacional, un fenómeno como ha vuelto a repetirse en nuestros días con algunas características comunes. En Estados Unidos, en París y en Alemania prendió el mismo espíritu demoledor entre los artistas e intelectuales jóvenes y si el dadaísmo y Tzara se establecieron en París en 1919, partiendo de Zürich, había arraigado ya en Alemania donde se convirtió también en una consigna, en una palabra tótem, capaz de unir a los miembros de una misma tribu por encima de las trincheras. Tanto es así que la burguesía francesa creyó ver en Dadá una conspiración procedente de Alemania. Allí, en ese país, entre las muchas personalidades que en ese entonces formaron parte del círculo Dadá de Berlín, por lo menos una, nos referimos al dibujante, pintor y escritor Georg Grosz (2), alcanzó renombre internacional en el período de entreguerras, por su oposición genial al militarismo y al filisteísmo burgués de los capitalistas alemanes, y, en definitiva, el nazismo y a la cultura hitleriana que lo condenó entre los participantes de “un arte degenerado”.

Grosz rebasa, por cierto, cualquier espíritu de grupo o de escuela, y hay que situarlo en la línea en que a la anarquía de Dadá sucedió el intento de una acción colectiva orientada por el marxismo. Dadá oponía, en el decir de su creador, su absurdo del mundo y vivió su absurdidad hasta su propia disolución.

Al reconsiderar, en su madurez, el alcance de Dadá, Tzara ya no pensaba como en su juventud que “medida con la escala de la eternidad toda acción es vana”, pero estimaba que había sido necesario atacar el sistema del mundo en su integridad, ese sistema solidario, decía, de la bestialidad humana y concluía afirmando que “ese desorden necesario, del que hablaba ya Rimbaud, implica la nostalgia de un orden perdido o la anticipación de otro por venir”. El surrealismo, hacia 1924, había pretendido postular un orden nuevo, pero Tzara lo encontró en su adhesión al marxismo y en la resistencia francesa.

Enrique Lihn


daniel rojas pachas

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