Definición de un poeta



Definición de un poeta
Por Enrique Lihn

Anales de la Universidad de Chile, Enero- Marzo de 1966


La última vez que visité al poeta Eduardo Anguita, lo encontré abatido, al parecer definitivamente, por una neurosis que, reforzando su sentido del humor, no le ha quitado para nada su apetito metafísico.

—He dejado que la palabra se estagnara en mí —reflexionó con repentina solemnidad. Uno no cuenta. Lo siento por la palabra. Su maestro había dicho en 1916, desde el punto de vista de un "San Juan de la Cruz al revés"(1): "El poeta es un pequeño dios"(2), presunción difícil de confirmar en la mayoría de los casos, pero que, en suma, no hace más que abreviar, y bien, antiguas concepciones del fenómeno poético, antiguas ya en el siglo xviii cuando Shaftesbury, por ejemplo, escribía: "La oposición entre Dios y el hombre desaparece si pensamos al hombre, no sólo por su existencia de criatura sino por la fuerza íntima, radical y formadora que le es propia, si le estudiamos como creador"(3). "El segundo creador bajo Júpiter". Supongo que un católico ferviente, al admitir entre sus creencias la del "poder de las palabras", debe luchar, en el desierto, contra la tentación de codearse con Dios e incurrir así en una identidad mental, falacia de heresiarcas. Si se admite la enormidad de que en el principio fue el verbo, el correctivo de la sensatez estará en la humildad instrumental: sentirse un vehículo de la palabra dejado de la mano de Dios en un lecho de enfermo a vez real e imaginario.

Hay otro modo de ignorar el modesto pero profundo interés que ofrece la poesía que me resulta aún más irritante que el trascendentalismo de quienes sitúan dicho interés en las abisales profundidades pascalianas. Pseudojóvenes que quisieran parecerse exactamente a Los Beatles, se declaran contra los peligros de una oscuridad presunta, y desearían que todo fuera tan claro en poesía como para cantarlo con acompañamiento de guitarra. Sea usted claro y sencillo, fue alguna vez la fórmula de la poesía partidista. Ahora se trataría, además, de caerle simpático al auditorio, y, si es posible, de hacerlo bailar palabras para canciones, casi tangos, pseudocuecas, semiboleros.

Obvio es decir que siempre ha habido una falsa oscuridad poética, la que mi amigo Nicanor Parra llama "retórica de monaguillos" y contra la cual sus "poetas de la claridad", él en una palabra, han levantado la antipoesía, es decir, una poesía genuina que, cuanto tal, ciertamente, suele ser "más retorcida que una óreja", necesariamente oscura, difícil de penetrar(4). Así, los mallanmes chilenos de cuarta categoría se han quedado con las máscaras en las manos y el expendio de "metaforones" clausurado per sécula. Otro tanto les ocurrirá a los Aznavour o a los que no cuenten a Francois Villon entre sus ancestros, ni tengan pasta de trovadores legítimos. Desde hace algunos años prende la opinión entre los poetas menores que juegan a ser distintos de nuestros "poetas de grandes dimensiones", como llamó alguien (5) a De Rokha, la Mistral, Neruda y Huidobro, de que la poesía —pequeño mundo mágico— tendría que ser, a juzgar por sus producciones, una historia narrada por un idiota, pero convenientemente despojada del sonido y la furia. Así se han escrito muchos libros inútiles: diarios de vida de colegiales aficionados a la cerveza, recuerdos de provincia, poemas para álbumes, conversaciones con amables fantasmas que, demasiado habituados a la vida de ultratumba, no tienen, finalmente, nada que decir.

El número de los "poetas de grandes dimensiones" aumenta, con todo, por encima de los nuevos "perláticos" (6).

La generación del año treinta y ocho, para presentar un solo corte transversal de la poesía chilena, ha puesto sobre la mesa sus cartas definitivas. Repito el nombre de Nicanor Parra, y están Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Eduardo Anguita. Todos ellos —y otros que habría que situar en el panorama— han tenido, incluso, el valor de sus equivocaciones, y no se han propuesto, al escribir poesía, dírigir, en los estribillos, un coro de lectores en vacaciones.

En el mismo orden de observaciones, creo que la idea de salvar a la poesía, idea bien intencionada, de misionero evangélico; que, por lo demás, suele exponerse de modo brillante y convincente (7) tiene algo que repugna al espíritu de la poesía o lo perturba como una mala conciencia.

El supuesto de esta "operación salvataje" está en que -lo probaría la indiferencia pública, la escasez de la demanda— se trata de un producto manufacturado, de uso excéntrico, en suma, falta de utilidad.

Esta anciana decrépita que alguna vez enardeció secretamente a una corte de lúcidos alquimistas verbales, o que tuvo por partenaire a un adolescente genial cuya superioridad consistió en no tener corazón, tendría que trepar ahora, so pena de caer en el olvido universal, no sólo ya al púlpito o al estrado, sino al primer escenario que se le ponga por delante. Y ello previas odiosas operaciones de cirugía estética. El ocaso de una vida o Qué será de baby Jane. Sustitución de la muerte propia, angélica, heroica o poética, por un lacrimógeno final, en la enervante acepción de la palabra, y triste hasta la náusea.

Pero, ¿no serán viejos de nacimiento quienes, por el contrario, confunden la juventud con el éxito y el éxito con el consumo multitudinario?

En cincuenta años el mundo ha avanzado mil y retrocedido por una parte otros tantos por la otra. Hay quienes, frente a los progresos de la cibernética o de la astronáutica —fuentes, por lo demás, para ellos, de una inspiración melancólica—, neorrománticos de chaleco, intimistas y fantasistas, prefieren el refugio de la aldea; en la medida, no obstante, en que creen estar garantizados, por obra de una encubierta erudición literaria lo suficientemente exquisita y gracias a una publicidad adecuada, contra el peligro de integrar la cohorte de sus protegidos: los poetas olvidados, vale decir, genuinamente provincianos.

Este falso provincianismo de intención supralocal, desprovisto de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso, la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico, minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a éste un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas.

Paradójicamente, quienes propician este tipo de escapismo juvenilista, peste de cristal de la poesía joven (incomparable, desde luego, con la fuga del surrealismo criollo de las convenciones de lo real), en lugar de rehusarse a pactar con el mundo de los adultos, pretenden halagarlo y adquirir en él una buena reputación, socializando la poesía al nivel de un espectáculo para mayores y menores de quince años.

Suponer que la poesía está en el trance de morir de inanición porque el poeta no encuentra, inmediatamente, un buen número de lectores a su disposición, no sólo constituye una falacia respecto de la poesía moderna desde Baudelaire a nuestros días, es también un pobre y triste desafío a la memoria de las figuras genuinas y literariamente incuestionables que dominan ese panorama, por encima de promociones ulteriores y de personajes secundarios, algunos de los cuales alcanzaron a gozar, ellos sí, del favor público.

A pesar suyo Baudelaire, conscientemente Mallarmé, Rimbaud con furor suicida, tuvieron el orgullo, la pasión o la desesperación de osarlo todo en poesía, desarrollando sus investigaciones en esta materia, hasta las que fueron, para ellos, consecuencias extremas.

Si en lugar de esto hubiesen ensayado fórmulas de conciliación entre el poeta y el público, es bien probable que la poesía fuera hoy en día un género verdaderamente muerto, algo menos aun que un "cadáver exquisito", no mutante, incapaz de responder a los impulsos vitales de diversificación ilimitada que esos creadores le imprimieron. También para ellos, y por el mismo motivo, la poesía podía estar amenazada de muerte: la primera edición de Las Flores del Mal no agotó sus mil ejemplares, y —me lo aseguró un poeta italiano— hasta no hace mucho era posible encontrar, en las "librerías de viejo" europeas, primeras ediciones de Mallarmé. Este último, junto con Rimbaud —escribe Hugo Friedich— "no han llegado a ser asimilados por un vasto público, ni siquiera hoy que tanto se escribe sobre ellos". Y agrega de un modo a la par cuestionable y atendible: "Esa calidad de no asimilables es una característica de los autores más modernos"(8).

Cierto es que Whitman recorrió los pueblos estadounidenses a la búsqueda de escurridizos lectores: pero su verdad, la que juzgaba imperioso inculcarles en calidad de predicador viajero, no era de orden literario sino humanístico-religiosa, y su poesía representaba para él un órgano de expresión de dicha verdad.

El surrealismo hizo lo suyo en el orden de una impopularidad feroz, premeditada, cuyos motivos sociohistórico-culturales no necesitan ya de nuevas aclaraciones, sino que exigen, por el contrario, así ocurre en el plano mundial, una comprensión desde adentro, en un sentido distinto, creadora, lúcida. "Es una aberración monstruosa —debía afirmar André Bretón— hacer creer a los hombres que el lenguaje ha nacido para facilitar sus relaciones mutuas". Pues la poesía de "la subjetividad inmediata" que de tal modo repugna a Georg Lukacs, el magistral e imperturbable teórico de la literatura "como reflejo artístico de la realidad objetiva", antes que una "ideología burguesa de la decadencia" coludida con "la locura antisocial", fue acaso la única respuesta posible, semejante a la descarga de un organismo enfermo, a la locura antisocial burguesa encubierta por el lenguaje o el sistema de valores del filisteísmo, que desencadenó la primera guerra mundial y preparó la segunda. Literatura de exorcismo, pero también exigencia de una nueva objetividad de la que fueron brújulas orientadoras el marxismo y el psicoanálisis, de una moral nueva.

Bajo un signo histórico que sutil, conflictiva o brutalmente se perpetúa, no puede afirmarse drásticamente que haya caducado la desconfianza de lo real, y, desde este punto de vista, "el valor de una obra —como quería Reverdy— sigue estando en razón del contacto patético del poeta con su destino", en el entendido de la indisociabilidad entre el destino individual y social. Pues está bien claro ya para todos que, aun por debajo de la "subjetividad inmediata", al nivel de la sicología abisal o de la sicopatología, un solo "Aullido", producto poético o no de "un largo, paciente y razonado desarreglo de todos los sentidos", o expresión, simplemente, de la asfixia, viene a denunciar una falla de la organización entera. Y quizá uno de los roles sustanciales de la poesía como disciplina o técnica de la expresión sea el de tomarse la libertad de dar forma a esos dolores —ofensivos o incomprensibles para las medianías— que una sociedad nueva debe extirpar de su seno, so pena de aparentar una salud íntimamente comprometida.

Del simbolismo, pasando por el surrealismo, hasta una aproximación de lo que podría ser la auténtica poesía actual... está claro que no tengo la descabellada idea de historiar la poesía moderna. Señalo, únicamente, ciertos hitos que me interesan, por encima de grandes lagunas, y entre los cuales, tomada consideración de sus divergencias como, asimismo, de sus correspondencias, me parece posible establecer una relación dialéctica. Dialéctica de la libertad.

La autosuficiencia del fenómeno poético que se rehusa a toda familiaridad con la escritura conceptual para constituirse en "un instrumento irregular de conocimiento metafísico" del simbolismo, pudo desinteresar al surrealismo, pero Rimbaud, desde luego, antiliterato, que llegó a destruir el lenguaje para arrancarle un grito de rebeldía incondicionada se adelantó, no sólo con su silencio, sino con todo el peso de su presencia verbal a la libertad surrealista; impugnación de un determinado orden del mundo, depredador, para oponerle contra cada concepto de lo conocido una imagen de lo desconocido. Sea como fuere, en ambos casos, la poesía fue el vehículo —bien conducido o lanzado a una carrera desbocada— de una liberación.

De la negativa del surrealismo que no se detiene en ella, desde el momento en que se ve enfrentado a la necesidad —aceptada por unos, rechazada por otros—, de socializar o politizar el movimiento, procede, en gran medida, el conflicto en que se ve envuelta la poesía moderna. Parecería que la negación de la negación no es cosa fácil. Quienes entienden el conflicto entre literatura y política —que alguna vez señaló Antonio Gramcsi en otro círculo de observaciones— saben bien a que me refiero(9).

La poesía ha transformado, pero no ha perdido, como arte o medio de expresión separado, la vocación de su especialidad. Existe gracias a su propio lenguaje, intuitivo e imaginativo, de modo tal que toda subsunción bajo otras especies de escritura significa para ella, automáticamente, o una sensible pérdida de su libertad operacional o, simplemente, el suicidio. Esto es lo que más de alguien llamaría erróneamente el derecho a la libertad o a la libre experimentación formal, puesto que forma y contenido son en poesía una y la misma cosa; o, más bien, la pareja antitética que se resuelve en un tercer término: la síntesis o, en otras palabras, la poesía misma. Desde este punto de vista, ciertos llamados a la claridad, a la sencillez o al coloquio sentimental pueden, si se los escucha, cómo los cantos de sirena, frustrar el retorno de Ulises y convertir a éste, a su vez, en un cantante espumoso y desafortunado. Pero el peligro más grande que corre el poeta al abrazar una buena causa haciéndose el fiel misionero de su evangelio, está en que —como debió reconocerlo melancólicamente un Voltaire en sus días— no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se debe esperar que el mundo cambie y los mejores colaboran en ello de una manera activa, a través de las múltiples actividades, particularmente científico-técnicas, desde el momento en que ya no hay razones con que alimentar un humanismo antirrevolucionario ni desde que se puede echar leña al fuego del irracionalismo del que quedan enormes extensiones de cenizas criminales para un imposible retorno de los brujos. El Imperio del Mal, al derrumbarse, se ha dividido y subdividido en reinos que, si no reconocen fronteras, no luchan por extenderlas sin ponerlas en flagrante evidencia. Yo no quiero hablar del temor de que, después del caos, éste vuelva, con todo, a rebrotar bajo un signo apocalíptico, el de la catástrofe total.

Conforme: buena parte de la humanidad enfila por el buen camino en una "marcha gloriosa". Que se adopten en los países bien encaminados todas las medidas conducentes a suprimir todas las formas de la alienación, del sufrimiento humano, sin exclusión de aquellas que, como suele decirse, se ha visto en la necesidad de descuidar provisionalmente el marxismo, relativas a los problemas de la "subjetividad inmediata". Honradamente esto sigue siendo el proyecto de algunos marxistas, su caballo de batalla, y un deseo que no es compartido por las medianías.

Una ética que, en lugar de convenciones coactivas, de extracción burguesa, erróneamente útiles, practique, con el así llamado pansexualismo, un reconocimiento científico de lo humano en el hombre. Una estética que socialice los éxitos de un Fischer o Lukacs, en contraposición a las opiniones corrientes, definitivamente caducas del realismo socialista. Un arte que deje la propaganda partidista o la ilustración histórica de hechos ejemplares —si ha ser necesario persistir en todo esto— en manos de los propagandistas e ilustradores, para galvanizar en su propio medio todas las fuerzas de la imaginación creadora en una polifonía desencadenada en la que bien puede escucharse, llegado el caso, el solo de un tambor de hojalata; arte para el cual no quepa la opción entre lo que es y lo que ha de ser, entre la realidad y la marcha de lo real; cuyo laboratorio central bien podría instalarse tan cerca de un centro de investigaciones físico-atómicas como del Instituto de Investigaciones parapsicológicas; estableciéndose entre unas y otras esferas de trabajo, o, mejor aún, entre todas las disciplinas del espíritu y sus correspondientes facultades una suerte de originaria interrelación natural comparable a la que mantiene integrado en un cuerpo vivo a los distintos órganos, no importa el grado de diferenciación de sus respectivas funciones.

Aspiraciones como ésta, sobre cada una de las cuales habría que extenderse por separado, sólo vienen a cuento en este contexto para significar la posición que le es dada asumir a un poeta consciente de que su papel —no siempre dramático, pero nunca, ojalá, acomodaticio— está en impedir que se nivelen y mixturen los hábitos de las medianías con los instintos creadores que igual proceden de la colectividad o del individuo, empleados estos términos en el supuesto de que el cese de su oposición, más o menos cerrada, constituye nuestra tarea esencial.

Puede ser que deformado profesionalmente, compense la típica devaluación del propio oficio con una simpatía poco franca en su favor. Lo cierto es que siempre he tendido a pensar en la poesía —por encima, incluso, de su valor propio y de sus aciertos intransferibles— como un campo de cultivo, de ejercitación de esos instintos creadores ya aludidos, cuyo embotamiento dañaría al hombre entero en cada uno de sus órganos de expresión o de conocimiento.

La ciencia —de la que sólo sé que nada sé— me inspira una confianza cuasisupersticiosa, pero la entiendo, aunque increíblemente "imaginativa", demasiado parcelada para que un solo hombre pueda vivenciar, en ella, bajo la ley de una especie de contraste simultáneo, su sorprendida insignificancia a la vez que su inmensa disponibilidad, zonas que se iluminan mutuamente, y lección de vivacidad, catártica, humanizadora. Todo esto en el entendido de que el arte se entiende con la emoción y los sentimientos, directamente, mano a mano; en tanto que las ciencias, por antroplógicas o sociales que sean, reducen —aunque se admita con Eliot una poesía despersonalizada y antisentimental— el papel del experimentador, manteniéndolo en lo posible, al margen del experimento(10).

¿Qué sentido real tiene la idea de la superioridad de la ciencia sobre el arte, expresada últimamente en El Retorno de los brujos?: "es la falta de curiosidad y de conocimiento lo que nos ha hecho tomar la experiencia poética, después de Rimbaud, por el hecho capital de la revolución intelectual del mundo moderno".

¿Se resolvería el problema, si se ubicara a la poesía como una antesala de "la verdadera revolución del mundo moderno", sala de clases de la curiosidad, premonición del conocimiento?

Ciertos sabios parecen ingenuos cuando descubren lo que otros viven: La psicología abisal, por ejemplo, o los resortes de la locura.

La aclaración de lo irracional en este siglo de las luces al revés, y la desrealización científico-tecnológica de la realidad tradicional demorarán, con todo, bastante, en drenar al hombre de todo oscurantismo e irracionalismo, en implantar una tecnocracia interplanetaria de cerebros electrónicos. En el intertanto, este mundo está lo suficientemente cargado de torpezas y de brutalidad como para saltar, en cualquier momento, en mil pedazos devorándose a sí mismo. Preferible sería que sollozara románticamente, aun cuando, según parece, no ganó nada con ello. Yo admiro la inteligencia de los fenómenos humanos que están en la base de la brutalidad y la torpeza, inteligencia que prescinde de una presunta futuridad antiséptica para engolfarse en la curación de los males inmediatos del alma y del cuerpo, caras ambas de una misma medalla.

¿Qué puede hacer la poesía en comparación con el humanismo científico? Preservar como inalienable su derecho a la libre autoexpresión —autosuficiencia del fenómeno estético, se llama a esto-. He aquí un punto en que no hay razón suficiente para eximir a la poesía de ser lo que es, lo que va siendo en el tiempo, de su existencia misma, forzándola a servir de intérprete de otros sistemas de lenguaje que alienen el suyo propio.

Se ha arriesgado, más arriba, la hipótesis de que incluso el valor del arte —arte del silencio o de la palabra— puede estribar en su condición paradigmática.

En el centro de este círculo de tiza, sin duda el primero que trazó el hombre para señalar su situación en el mundo, bajo el impacto de una primera ampliación de la conciencia de sí mismo y de las cosas, hasta el más exquisito e intelectualizado visitante de salones —como llama míster Cohen a míster Eliot— tiene algo de indefiniblemente arcaico.

Sólo del "pensamiento poético", intuitivo e imaginativo, puede esperarse, asi lo creo, las iluminaciones de un idioma común que a diferencia de un imposible esperanto, y en contraposición a las falacias de la divulgación técnica-filosófica, más o menos ineludibles cancele, en mayor medida y en el terreno apropiado, la confusión de las lenguas en la Babel moderna donde, en virtud de la diversificación y complejidad crecientes de las especialidades, se acentúa entre ellas, el problema de la incomunicabilidad, desentendimiento mutuo qué afecta al edificio entero. El carácter suprahumano del, o mejor dicho, de los proyectos babélicos en cuya realización operan, por debajo de las vastas rivalidades ideológicas, una misma tendencia a la disgregación, bien puede proceder de la pluralidad de los puntos de vista —excluyentes los unos con respecto de los otros— a partir de los cuales se movilizan arquitectos, constructores y obreros, en todas direcciones, como las piezas de un juego que obedeciera a reglas tan distintas que si el caos lo dominara repentinamente, el horror tomaría a muy pocos de sorpresa.

Lo que las medianías se han habituado a pensar como factores impersonales que todo lo rebañan, llevándolas a pastar o reservándose la fatalidad de una hecatombe, representan otras tantas claudicaciones del hombre total que el artista se esfuerza, una y otra vez, por restituir en sí mismo, mientras conserva un resto de esa aspiración a la plenitud siempre latente en él, la misma por la cual, bajo el signo de la contrariedad, puede negativizarse desmesuradamente.

Sartre tuvo algún motivo para afirmar que "el poeta está seguro del fracaso total de la empresa humana y se dispone a fracasar en su vida a fin de testimoniar, con su aporte particular, la derrota humana en general".

Esto que empalma, a Qué es la literatura, con una teoría inaceptable del ser de la poesía, tiene el valor de significar la desmesura propia de una primitividad, no por cierto la del feliz salvaje dieciochesco. Lo mismo la seguridad en el éxito total de la empresa humana se ha correspondido, más de una vez, con la vocación de abrazar esa seguridad a toda vida, poéticamente; bien que resulte difícil encontrar en la historia de la literatura el registro de un completo éxito en profundidad que supere al éxito mundano, coincidiendo con este último o no; pues, si por razones de temperamento y dada una coyuntura sociológica favorable, determinadas personalidades poéticas han podido irradiar un optimismo sin reservas, la misma indefensión de una naturaleza artística genuina, incapaz de acorazarse, ni en lo individual ni en lo social contra la verdad viviente de las cosas hasta ahora y para siempre nunca plenamente aceptable, esa condición humana del artista ha trocado, las más de las veces, su entusiasmo "militante" en la rumia de una decepción —bloqueo expresivo u oratoria— o en la condicionalidad de quien no sacrifica a una causa la libertad de reprocharle que sus incongruencias o sus defecciones, de recordarle su voluntad de integrar al hombre en el curso de un proceso ilimitado de liberación de energía creadora en que aquél no se estagne en ninguna fase de su humanización. "La tarea de Whitman —escribe Lewis Munford- consistió en comparar las esperanzas y ambiciones que en su juventud abrigara para Estados Unidos con los logros de la madurez. No rehuyó esta tarea. Las "Perspectivas democráticas" aparecieron en uno de los momentos más sombríos de la vida del país, y nadie ha presentado una imagen tan escalofriante de su corrupción y miseria insondables como la que traza Whitman en esas páginas"(11). Y, el Estado mejor organizado, ¿podrá responder al desafío de la infelicidad, de modo tal que no se vea, nuevamente, en la triste necesidad de identificar su instinto vital y su voluntad de poder constructivo, con el canto de un suicida?

Sentadas las diferencias más tajantes, no hay sociedad ninguna en los tiempos modernos que esté vacunada contra el virus de la insurrección, y el creador genuino, el poeta, que se mantiene fiel a un modelo muy antiguo del hombre, como en una infancia milenariamente prolongada, pariente cercano del primer lingüista, del mago remoto, del creador de mitos y religiones, del filósofo precientífico; sí, este individuo que no ha dejado de abordar la realidad desde los ángulos más inesperados, dejándose sorprender indefinida, ilimitadamente por ella, parece menos resistente que las otras piezas -del mecanismo social, pero es, más bien, el órgano —extirpable según algunos— cuya perturbación bien podría delatar, a pesar de una apariencia saludable, una enfermedad de todo el cuerpo.

El rechazo del yo subjetivo supone acaso un desconocimiento de los límites cada vez más amplios de la objetividad, o un rechazo premeditado de esa ilimitación por motivos de orden práctico, siempre los más dudosos.

El artista no ha logrado, felizmente, apartarse de una concepción antropocéntrica en que el hombre es la medida de todas las cosas, y la personalidad es el modo, cada vez distinto, de asumir al hombre plural; el correlato del sesgo, siempre más o menos inesperado, que adoptan, al manifestarse, las energías creadoras.

El artista "negativo" es un síntoma, no una causa de enfermedad, como en el caso de un Franz Kafka que prefiguró "el tiempo de los asesinos", la orgía nazi como bien lo observa Nathalie Sarraute. Su negatividad es la desesperación del exorcista. El valor de su obra prueba, en el caso citado, la existencia de un módulo común a la imaginación y a la realidad, y estaría en el patético anticiparse, no ya sólo de la intuición al concepto, de la imagen a la idea(12), sino concretamente, en la medida de la historia, de un trágico destino "interior" a una catástrofe colectiva. Antes de que ésta se declare en la superficie de la "realidad objetiva" estallando en ella con la virulencia de una enfermedad total, la personalidad desacorazada de un vidente ha puesto en su propio cuerpo el dedo en una llaga invisible. Difícilmente convencerá a los demás de que no es el suyo un caso aislado, y de que se anticipa a la generalización de una peste colectiva como la primera de sus víctimas. Puesto que en un mundo de tuertos ocupados cada cual en lo propio diligentemente —ojo polifacetado en que cada faceta captara sólo un fragmento de la inasible imagen entera, habiéndose perdido en él el sentido de la incongruencia— el artísta es verdaderamente un caso aislado, tanto más cuanto que no opone a esa supuesta incongruencia —en Kafka sigo pensando— una incongruencia que venga a cancelarla.

No está tan claro que la presentación del caos sea un anticipo del orden. Al menos no es ésta la impresión, bajo la que vivirá un autor cuya obra se alimente de la pesadilla que lo perturba o lo destruye vitalmente; ni la impresión que recibirá al leerlo la generalidad de sus contemporáneos.

Confieso que imagino un Kafka extrabiográfico, paradigmático y, sin duda, menos interesante que el escritor en cuestión (desde luego, un poeta), personaje curioso, desoído, ligeramente intolerable, cuya inofensiva manía consistiría en ser puesto, una y otra vez, en la puerta de los tribunales. Los crímenes que se esmeró en denunciar, fueron cometidos después de su muerte, ¿dónde estaban las pruebas? O bien, se trataba de arrancarle a la ley misma la confesión de su absurdidad, en un tribunal necesariamente imaginario en que el señor K fuese emplazado, sin motivo alguno, por aquella envuelto en un proceso infinito súbitamente interrumpido en cualesquiera de sus etapas, etapa del mismo por una arbitraria ejecución.

Quien sufre de un insomnio demasiado profundo que le impide compartir el sueño de la razón, estará en situación de imaginar los monstruos que engendrará ese sueño, padeciéndolos por adelantado pero no de prevenir a los demás de un mal del que sólo él parece afectado ni mucho menos de curarlo de una enfermedad desconocida de la que él mismo —es lo más probable— no tiene una noción objetiva, experimental: el diagnóstico; a la que sólo se ha visto entre los primeros, expuesto, por la indefensión, receptividad, delicadeza e integridad de su organización vital.

El dominio estético coincide con la génesis de una criatura inanimada, virtualmente incorruptible que, no obstante, absorba esa oscuridad que le ha dado a luz y la refracte en toda su vivacidad; se concentra en el estudio instintivo de los recursos de la expresión, ya sea para refinarlos o restituirles su fuerza elemental, diversificandolos siempre. Quiero decir que a la "investigación" artístico-creadora, puede desviarla la generalidad científica, de su propio rumbo.

Kafka fue lo bastante lejos para expresar o aun cuasianalizar en Carta a mi padre, literariamente su caso literario, en un contexto sicoanalítico. Bajo su amor reverencial, anonadante, por la figura del padre, se vislumbra el odio parricida de un complejo de Edipo positivo que le dictara la carta misma, insinuándole, finalmente, la idea abrumadora de abrumar a la arbitraria autoridad todopoderosa, con la acusación de haberlo mutilado, provocándole una enfermedad mortal en su misma existencia biológica. Se puede inferir de las reiteradas rupturas de noviazgos, la imposibilidad de hacer una buena transferencia que lo liberara de su fijación infantil, actualizando, en la relación sadomasoquista con el progenitor, una rivalidad continuamente frustrada. El autoanalista conciencia una relación, seguramente correcta, de su oralidad infantil —yo me sentía dueño sólo de lo que podía llevarme a la boca— con la desvalía y el despojamiento que le significaba la existencia paterna. Pero el "universo de Kafka" se ofrece a interpretaciones más avanzadas que las que puede haberle inspirado Freud, o al menos distintas, y no presupone ninguna que le sirva de base. Por esto en el reino de la inconclusión, la fábula sin moraleja, una pura conciencia sin ciencia que arranca directamente, sin la mediación del pensamiento discursivo ni de la observación empírica, del foco mismo de la imaginación creadora, como en un alumbramiento abisal y deslumbrante.

Ese universo, símbolo o agrupación de símbolos plurivalentes (alineaciones, círculos de unos menhires perfectos como rascacielos) presenta las propiedades que de algún modo son comunes, en el lenguaje existencialista, a la pintura, a la poesía, a la música y a la... existencia. Opacidad, densidad, impenetrabilidad. ¿Objetivismo inhumano? Por cierto que no: esa poética está penetrada de un llamamiento tan hondo a la humanidad que se confunde con "el clamor del silencio".

La internalización del mundo exterior y la externalización del mundo interior —función en que, como bien explica L. Munford(13) se organiza la capacidad para el simbolismo artístico— se ha operado aquí en el campo de una tensión total en virtud del cual se tocan los extremos más distantes: un objeto —un mundo exterior—, particularmente social, que se ha vaciado de todo sentido bajo el signo de un totalitarismo sin designio comprensible ni autoridad identificable, minuciosamente hostil y azaroso; donde la benignidad misma funciona como una piececilla más de una máquina de la que no se sabe ni por qué ni cómo ni para qué funciona. Un sujeto —un mundo interior— bloqueado y demasiado sumergido en sí mismo como para exteriorizarse en un acto de afirmación vital, otorgándose sentido y otorgándoselo a la realidad objetiva. El tercer término, en que la antítesis se resuelve, me parece descriptible como lo que se entiende por la impresión que deja el total de una obra, una aprehensión sintética de la misma. La de un extrañamiento total del hombre en el mundo, que despliega una inagotable actividad para anularse a sí mismo, para neutralizarse consumándose en la alienación.

Como el autor al condenarse al silencio, lo que ocupa al señor K es encontrar ese desperfecto en el mecanismo administrativo gracias al cual —según observaba cómicamente Valéry— le es dado a los poetas sobrevivir. Sólo que su propósito es autodestructivo; igualarse a los otros convirtiéndose en una piececilla más, y ajustarse en tal condición al mecanismo, identificarse mínimamente con éste para no padecerlo en su maximidad.

Es lo que ocurre, para siempre, en El Castillo y —criatura inanimada, virtualmente eterna pero vivísima— mientras en la vida del autor de El Castillo se contaba con una muerte de rigor, más o menos propia, que pudiera jugar el papel de un desenlace, allí donde nada de lo que ocurre conduce a nada, todo se mantiene en el desasosiego de un eterno suspenso.

Consulto, de pronto, a un autor —Ramón Fernández— quien, a propósito de Moliere se pregunta: "¿no es lo cómico la denuncia de una incompatibilidad fundamental entre lo que el hombre quiere y lo que el hombre puede?

Supongo que esta proposición, con seguridad válida en relación a la comedia clásica (en el mismo sentido en que lo es la idea de que ésta, en una sociedad organizada, en un mundo social coherente, actúa sobre las excentricidades de éste como un correctivo), puede homologarse con la concepción bersogniana de La Risa, puesto que la mecanización del individuo entrampado en la fijeza de su carácter, se interpone entre su querer y su poder.

En Los Tiempos Modernos especializados en los chistes crueles en que se espejea la psicología abisal o el absurdo por el absurdo mismo, no ha dejado de transformar el sentido del humor conforme a la ley de la complejidad creciente y a una dialéctica en que repercuten o con la que se corresponden los cambios operados en los distintos planos de lo real.

En "la naturaleza" como en "el espíritu" nada se pierde, con todo, al menos en situaciones relativamente normales. Carlitos Chaplin —otro poeta— dramatizó en su época ese chiste de Valéry sobre el sentido de la oportunidad con que el hombrecito, representante solitario, desvalido e ingenioso de la humanidad entera, se acomoda a cada uno de los desperfectos del aparato social, estableciendo en esos huecos un mundo precario, amenazado de inmediata ruina por todos sus costados, pero en que el hombre vuelve a dar la medida de las cosas al tender un remiendo de mantel sobre la mesa, dividir su pan con el boxer melancólico o —a la espera de la visita del gran momento que termina por llegar alguna vez— al hacer prodigios por alhajar un nido que se sabe entretejido para el amor, la empolladura y el canto de los pajaritos.

Mientras el señor K cae sobre un cuerpo que lo arrastra, debajo de un mesón, agitándose sobre Frieda con la frialdad de un insecto, progresivamente anestesiado por la obsesión de hacerse oír por esa autoridad que se distancia en la medida en que aumenta el número infinito de sus mediadores, Carlitos, el libertario, cae sin duda en las debilidades de la novela rosa, pero, a no dudar, sabe lo que quiere; y el resorte de su comicidad y de su éxito estriba en poder lo que quiere, en la compatibilidad inesperada de lo que quiere y lo puede.

Un "Deus ex machina" de pequeños azares favorables corre desenlazando los vertiginosos nudos de la trama, para gratificar al héroe con un happy end convencional. David vence a Goliat por dos medios antitéticos que saltan el uno por encima del otro o se integran formando distintas figurillas cuadrúpedas. Por una parte el hombrecillo contrapone a la pesantez caótica de sus adversarios que funcionan automáticamente, la "gracia", el cálculo espontáneo, realista, de sus posibilidades de acción ofensiva o defensiva, una inteligencia de las situaciones nuevas. En seguida, la infalibilidad del inocente, del soñador, lo sonambuliza de modo que atraviese la cuerda floja como si fuera el dueño de la calle. Irresistible con las mujeres que mima al cortejarlas, entre ellas y él se establece —en el espacio cada vez más corto de esos restos del cine mudo— la hermandad amorosa de la emoción y del sentimiento, ahogada en la brutalidad ambiente.

Lo que el autor-protagonista de esa poética vio fue una última pero definitiva posibilidad de hacer reír a Los Tiempos Modernos presentándoles la caricatura y la contrapartida de sus mitos.

Se anunciaba, con el culto a la máquina, una civilización centrada en la tecnología. El capitalismo de "los años locos", imperialismo hoy en día bien organizado para el despojo hipócrita y sistemático anárquico y turbulento en ese entonces, se entregaba al saqueo, en su propia casa, del hombre por el hombre, minorizando a los millonarios de opereta, mayorizando al pobrerío folletinesco, y aliénándolos a unos y otros bajo los mismos signos de la devaluación de la cultura: cuantificación, standardización, reducción de la personalidad a una tipología de fragmentos humanos, de hombres-medios, piezas de un mecanismo autodevorante que iba a crecer monstruosamente, sin embargo, más y más en todas direcciones. Depresiones económicas, cesantías, lumpen proletariado, y la mirada de los emigrantes puestas en la estatua nuevecita de la libertad que podía ofrecérseles a todos libertad para los Al Capone o para los muertos de hambre. Cada cual a rascarse con sus propias uñas.

El poeta debía y podía sobrevivir, minimizado pero entero, en medio de todo eso. Este era el punto de vista de Chaplin, luego, en El Gran Dictador humanista expreso, discursivo.

El presentimiento de Kafka, vuelto hacia el nacional socialismo —para retomar la idea de la Sarraute— configuró un mundo en que "todo sentimiento desaparece, también el menosprecio y la cólera", "donde no resta sino un inmenso estupor vacío, un no comprender definitivo y total"(14); aunque subyace a ese mundo suprarreal, vinculado pero no intercalado a la historia, una protesta que Auchwitz redujo a cenizas, protesta que improntara al creador y a sus criaturas de un "humor negro", increíble comicidad reñida con la risa que los jerarcas nazis no expresarían, ciertamente, en sus concepciones como el Ghetto de Varsovia.

Ese humor es el signo del humanismo kafkiano, el gesto de una libertad soterrada, esbozado apenas, su aura de exorcisador. Aquí el individuo no puede ni quiere nada, en realidad; trata, únicamente, de calcarizarse como una hormiga que corriera sobre un huevo, bajo la amenaza de un dedo: está penetrado, hasta los tuétanos, del "inmenso estupor vacío" que subyace al mundo interior y al mundo exterior; al creador literario, "segundo creador bajo Júpiter", y, valga la personalización, a Júpiter mismo: una suerte de idiota completo que hace girar el huevo entre los dedos, a la manera de la medida de todo.

En El Proceso, el último hombre normal —un enfermo, ciertamente—, distorsionada hasta la exhaustividad por el esoterismo de una ley monstruosa, teme que la vergüenza pueda sobrevivirlo cuando esa ley le corta una cabeza finalmente vacía de toda comprensión y le paraliza, en lugar del corazón, un pequeño bloque de hielo perplejo. El hombre ha sido alienado allí en su existencia biologica misma...

En El Castillo, el señor K hace lo imposible por ocupar el lugar de nadie en la tierra de nadie.

Ya se sabe en qué terminó la única aventura históricamente comparable a la que registró la imaginación creadora de Kafka, detector —espejo múltiple de realidades ocultas. El antihéroe, el héroe absurdo tipo Malón no ha superado acaso en eficacia al señor K, que se rehusa a la truculencia para encarnar una situación insostenible del hombre en el mundo. La "invención" poética del Oscarcito Günter Grass —un Carlitos Chaplin monstruoso, con algo y mucho de la anestesia kafkiana— supongo que tiene que pasar, todavía, por una serie de pruebas de laboratorio. No olvidarse, por cierto, de míster Prufrok. Y en Chile tenemos, en lugar del "refinado visitante de salones", a un profesor secundario con "la cabeza llena de tiza", autor-intérprete de los antipoemas, antiguo lector de Freud y admirador de Kafka; con el cual me ha cabido el alto honor de trabajar, de consuno, en la verificación de El galán de la pata de palo y La Venus de Milo.

El tipo de poética que encarna Kafka, infra, su y suprarreal o realista en el sentido integral de la palabra representa el modo "anormal" de expresión artística, que tiende a "normalizarse" hoy en día, captando nuevos y nuevos adherentes al libre juego de la imaginación creadora.

El surrealismo —aun si hubiese sido, únicamente, la expresión de la "subjetividad inmediata" (Lukacs) o la autoimpugnación frustrada de la literatura como negatividad absoluta (Sartre), al margen de discusiones estético-ideológicas, habría desembocado en el Rhin o en el Amazonas de la literatura moderna; pues un sorbo del gran río también sabe a Mandrágoras, a hierbas mágicas, y trae partículas en suspensión de la alquimia del verbo. Mientras que siempre hubo afluentes destinados a empantanarse, al cierre de sus desembocaduras, distanciándose de ellas por consunción.

Uno de estos pantanos es cualquiera clase de realismo, de derecha o izquierda, consagrado a sustituir el proceso vivo de lo real, creador de valores, un orbe de intocables valores preestablecidos de una sola vez y para siempre, para mayor gloria de dios o de quien sea.

"Lo que hay de positivo en todo esto —me decía un marxista refiriéndose al caos (aparente para él) del mundo ultramoderno, que se puede identificar como una peligrosa dinámica desgobernada o como un volcán de acción o creación— es que ya nadie puede acomodarse a los esquemas que hace quince o veinte años servían para explicar la realidad, sin tomarse el trabajo de examinar los hechos ni permitirse dudar de las explicaciones rutinarias".

Que la poesía haya contribuido a la congelación del espíritu, es algo que, sin duda, no puede perdonarse a sí misma, y por lo cual, en los períodos de deshielo cuando "las condiciones están dadas", que permiten cierto "lujo" imaginativo, el poeta es de los primeros que recae en la primera infancia del hombre, dando curso a su curiosidad, a su perplejidad, a su entusiasmo —sedes insaciadas— o a su "sistema sombrío"(15) de comunicaciones con la angustia y la muerte, haciéndose acreedor del castigo vergonzante de un tirón de orejas por alborotador. Mientras la poesía sabe que su vocación presupone esas condiciones —estén o no dadas según el criterio socio-político, extraartístico— como asimismo el impulso de darlas, todas a la vez, en cada etapa de su desarrollo, a diferencia de las escrituras estratégicas que, en el mejor de los casos, impondrían una idea paso a paso, previo cálculo de sus probabilidades de inculcársela a las medianías.

Ese marxista al que me referí más arriba sabe que el realismo socialista tradicional —defendido aun desde lo alto no hace tres años por un crítico de arte "bastante poderoso como para oficiar", en su momento, de omnisciente— es letra muerta. Adhiere a lo que se entiende, más o menos claramente, por un "realismo sin fronteras"(16). Comprende "el derecho a la existencia del experimento en literatura" del que hablara Ilya Eremburg en su intervención en el Forum de Escritores Europeos, en Leningrado, no sólo, así lo creo, como el derecho formal de experimentar con las formas (libertad para vaciar el vino viejo en odres nuevos), que implicaría únicamente poner el acento sobre el aspecto formal de la literatura, asumir, de otra manera, el mismo formalismo literario que se aspira a impugnar, sino como la necesidad natural que siente una conciencia artística liberada de obligaciones o compromisos sociopolíticos, de trabajar a su modo (autosuficiencia del fenómeno estético) y en su propio laboratorio, por aprehender la realidad operando sobre ella en el dominio de lo particular o de lo singular, según venga al caso, descubriendo, acaso, nuevas partículas de lo real inencontrables desde el punto de vista de los viejos contenidos, las cuales, al emerger a la superficie adquieren, por sí mismas, formas que seguramente resultará imposible componer partiendo de las formas precedentes o plasmando en el lenguaje esas informidades de lo que en el fondo carece de forma, con las cuales —pensaba Reverdy— el poeta debe entenderse.

Absorber todo el pasado de la poesía, de modo sistemático o por vía de la intuición histórico-artística, antes de dormirse sobre la ilusión de haberlo revolucionado, manteniéndose alerta frente a no importa qué tradición viva capaz de sorprender al futuro, esto es lo que el marxista del que hablo considerará una tarea oportuna en la que se puede comulgar con el más pintado de los conservadores, particularmente si se trata de uno que, como Eliot, haya revolucionado la poesía: "Sobre lo que conviene insistir es que el poeta debe desarrollar la conciencia del pasado, y que está obligado a continuar desarrollando esta conciencia durante toda su carrera".

Pero, por encima de todo, un punto de vista que por flexible y abierto a la observación y a la reflexión es intrínseca y genuinamente marxista, aceptará, hasta en sus extremas consecuencias, lo que implica la exploración de la subjetividad, tarea que le ha propuesto a sus intelectuales y artistas el partido comunista de mi país(17) en el entendido de que el marxismo, ocupado en la obra gruesa de la teoría dejó consciente y expresamente en herencia el encargo de las terminaciones (valga el símil que no pretende identificar la obra de revolución permanente implícita en el marxismo genuino con la construcción de una casa). Pues el yo subjetivo no es ni un pozo, ni un rincón ni un callejón sin salida del que, simplemente, se trata de extraer algunos monstruos para exponerlos a la conciencia purificadora y derretirlos en ella. Comunica con la realidad social-objetiva, por mucho que se distancien, mutuamente, en determinadas coyunturas, las bocas de esta especie de túnel laberíntico. Las causas sociales de los trastornos individuales, y, al cerrarse del círculo —no importa cuál sea la extensión de su diámetro— los factores individuales enfermizos que, a su vez, actúan sobre el cuerpo social, bajo la apariencia de factores impersonales, sistemas de creencias, mitos colectivos o, sencillamente, como la última palabra de una autoridad máxima en los períodos del culto a la personalidad... he aquí el material que cae en manos del excavador nocturno, a su paso por el laberinto siempre cambiante —cristalización inestable de distinto proyectos—, terreno en que el agrimensor, con su linterna de bolsillo, debe iluminar en profundidad, en extensión y en complejidad los focos de convergencia en que virtualmente se tocan las dos caras de una misma moneda: el yo subjetivo individual y el yo objetivo social.

El psicópata no es un caso aislado. La psicopatología social puede explicarlo como el producto de una civilización errada o de una moral colectiva científicamente imposible de fundamentar, pero que se perpetúa gracias a las fuerzas mismas que la hacen vulnerable al análisis y a la controversia, en virtud de su irracionalidad.

Cuando la conciencia crítica de esa interrelación entre lo individual y lo social no se constituye expresamente, como en tantas obras, en el tema poético-literario "la capacidad para el simbolismo" del artista presenta el caso absolutamente único —como en La Metamorfosis o El tambor de hojalata—, pero que, en cuanto producto auténtico de la imaginación se distancia de la "realidad" en la misma medida en que aumenta su capacidad para vivenciarla, de establecer con ella el contacto más libre y más vivo, de un modo ciertamente inconsulto en el ideario de la literatura comprometida, atenta a proponer "una liberación concreta a partir de una enajenación particular"; aunque entrañe —ese contacto— otra suerte de compromiso. Por ejemplo, el de impugnar formas de vida de un ecumenismo discordante, sin barreras ideológicas, como la devaluación de la individualidad, la moral sexual tradicional de origen hebraico, represiva "instrumento esencial —escribe Luigi De Marchi inspirado en Wilhelm Reich— para la formación de la personalidad sadomasoquista en el nivel sexual y autoritario gregarística en el nivel social; y político".

La obsesión productivística de los países económicamente superdesarrollados, el revanchismo latente de unos, la violencia de otros, la carrera armamentística de todos, factores que lo mismo pueden impedir o desencadenar una guerra total y que el autor citado juzga concomitantes a la represión sexual generalizada, "peste sicológica" - dice Reich— que no reconoce fronteras.

Se debe esperar que una poética absolutamente subjetiva, lejos de agotarse en un departamento estanco de lo humano, recoja en las profundidades, a la manera de los óceonautas en El mundo sin sol, monstruosos especímenes de especies inesperadas —el señor... y Oscarcito— que permitan esclarecer los orígenes y la estructura de la "objetividad". Así el derecho a la existencia del experimento en literatura se llena, en esa ejercitación, de un contenido concreto y la libertad de la que es un corolario, al imprentarse de una finalidad, correlaciona a ese "derecho" con un "deber".

He hablado hasta aquí de la obvia necesidad de abandonar el realismo socialista, en el entendido de que existe un realismo de derecha cuyo destino no me interesa para nada o que me interesa en un sentido puramente negativo, de modo tal que no me siento llamado a enjuiciarlo desde un punto de vista crítico, pues entiendo la crítica como una actividad, en última instancia constructiva.

Llamémoslo de otra manera: una apologética de los valores que se pretenden exclusivos y excluyentes, de la llamada "civilización cristiana y occidental" convertida, a la fuerza, en poesía o literatura o en arte "positivos".

Como la historia de la llamada civilización cristiana y occidental es la más larga de las que se contraponen sustancialmente y con eficacia, al esfuerzo por completar el marxismo desde adentro, a través de un nuevo humanismo de perspectiva ilimitada, sería ocioso desenmascarar aquí, por ejemplo, ideas como la de un "Congreso por la libertad de cultura", demagogia y terrorismo psicológico para esas medianías culturalmente depauperizadas que justifican y alimentan la "ingenuidad norteamericana" barbarie, en realidad que puede confundirse con la idiotez, pero nunca con un propósito bien intencionado.

La dirección política de la cultura, particularmente del arte y de la literatura prevalecientes en la Unión Soviética, tendría que haber recorrido con veinte siglos de desventaja, a una velocidad suprasupersónica uniformemente acelerada para ponerse a la par de Occidente en materia de fiscalizaciones, y ello según métodos históricamente irrepetibles, como, por ejemplo, la hoguera de las vanidades o la quema de humanistas recalcitrantes.

La situación debe cambiar en todo el orbe socialista de modo que se sustituya enteramente a una dirección política de la cultura coactiva y simplificadora, una genuina dirección cultural, de la que no se exceptúe ninguno de los países por A, B o C razones.

Entretanto los libertarios de mala fe, cuyo nombre es legión seguirán viendo la viga en el ojo ajeno y no así el bosque en el propio. Se les ha vuelto a ofrecer una espléndida oportunidad para ello en la Unión Soviética, al condenar a dos escritores hasta el día de hoy desconocidos — Syniaski y Daniel— a cuatro y siete años respectivamente, como traidores comunes a una patria que bien podría reírse de los peces de colores, pasar por alto o salir al encuentro, con una mirada lúcida, de las barrabasadas de los niños detrás de las cuales se ocultan, por regla general, atendibles motivaciones. Y abrirse, en último término, a ese estado de "insurrección permanente", como lo llama Mario Vargas Llosa, en que no sólo la literatura, el total de una cultura libre y responsable tiende a instaurar cuando opera en sus más altos niveles, al trabajar — diría Rossana Rossanda— por la liberación del hombre de sí mismo, etapa inalcanzable por el socialismo, el cual "no libera al hombre de sí mismo. Lo libera de todo lo que lo niega, y con ello, por el contrario, abre sin cendales ya, todo el abanico de una reconstrucción de valores que no puede ignorar el contar tras sí la experiencia europea de la crisis".

En esta cruzada que en el contexto existencialista al nombre de "llamamiento a una libertad permanente", bien puede el poeta jugar un rol de importancia y no sólo —como yo mismo lo he insinuado en parte— el de símbolo de la libre creatividad o algo así como el mascota del regimiento.

A la figura del explorador del cosmos que conjuga la voluntad de dominio sobre la naturaleza con su desinteresado afán de conocimiento —matrimonio del arte y de la ciencia— es preciso, sin duda, oponer, en el orden de una contradicción no antagónica, la figura del explorador del hombre mismo, que traiga a la superficie continuamente nuevos elementos, identidades o relaciones de lo real —recreación o creación de valores—, suerte, en el mejor de los casos, de catalizadores respecto del conocimiento antropológico.

Creo inútil hilar con una finura digna de cada una de las causas por separado en lo que se refiere a la relación arte-ciencia. En esta materia, como en toda otra, "todo punto de vista es falso" (Valéry) . o lo es, bien pensado, todo punto de vista excluyente.

Conforme: la experiencia poética no es "el hecho capital de la revolución intelectual del mundo moderno".. Pero interesa a dicha revolución que no es únicamente de orden intelectual y que se
realiza en todos los planos, estableciéndose entre éstos un sistema de coordenadas, una relación de correspondencias.

De más está oponer a la devaluación del "fenómeno estético" la tesis de que el arte como "instrumento esencial en el desarrollo de la conciencia humana" (Herbert Read) o "función primaria en la evolución de todas las facultades superiores que constituyen la cultura humana" podría incluso reclamar para sí un puesto de avanzada permanente en el dominio de lo desconocido.

Por otra parte, la contradicción antagónica, beligerante, entre arte y técnica, no se libra, como bien lo ha pensado Munford, entre la ciencia y el arte, sino entre una ciencia aplicada —la tecnología— que despersonaliza y objetiviza al hombre en el contexto de la "revolución de la máquina" y "la capacidad para el simbolismo" que lo preserva en sus rasgos personales e individuales, abriendo permanentemente un proceso en que el grado más alto de individuación "produce el grado más alto de universalidad, y lo mantiene ligado al mundo del sentimiento, el deseo y la compasión".

Esto es ya una crítica —por desgracia ampliamente valida- al divorcio tantas veces observado entre cultura y civilización, pero no se extiende expresamente ni a las ciencias que integran la cultura, ni a una posible, correcta orientación de la técnica, según la cual ésta volvería a servir al hombre en lugar de servirse de él. Con Lukacs, el marxismo hace una distinción extraordinariamente eficaz y clara entre el reflejo científico y el artístico de la realidad objetiva. Se puede esperar, con todo, en mi modesta opinión, una noción de objetividad que no excluya, como material de desecho, la "subjetividad inmediata", no sólo justificable en ciertas coyunturas históricas como la que vivió el surrealismo, sino fuente permanente de investigación poética de lo real, comoquiera que aquí es donde se trata de "liberar al hombre de sí mismo" antes o después o por encima del problema social.

"El poeta es una pequeña república". Y esta definición antipoética de Nicanor Parra es válida en el contexto de una libertad personal para algo que sobrepase y a un tiempo proyecte al individuo, preservándolo, al "rango más amplio de universalidad", un modo simplemente de galvanizar el lenguaje, de dar en el clavo de lo que atormenta al hombre individual, particular y general por partes intercambiables, desde que no se trata aquí de esencialidades, sino de distintos aspectos de un mismo proceso.

Llamamiento continuo a la libertad total de la que la poesía quiere ser un signo, una imagen plurivalente y proteiforme; desde que, en el dominio restrictivo de la literatura poética, esa libertad que muy a menudo suelen confundir los poetas mismos con las arbitrariedades de un yo subjetivo deliberadamente adoptado como una pose, es la atmósfera misma que se inhala y se exhala al hacer uso de la poesía de la que puede esperarse que siempre dé la medida de lo humano.


(1) Definición con lo que el católico Anguita rindiera, alguna vez, homenaje a su maestro ateo Vicente Huidobro.

(2) "Vicente Huidobro, "Arte Poética", de "Espejo de Agua", 1916.

(3) "Esto no lo escribía Shaftesbury, sino Ernst Cassirer, al estudiar en la "Filosofía de la ilustración", los "problemas fundamentales de la estética de aquél. Shaftesbury —escribe el autor del que yo creía haber tomado la cita, R. B. Bret ("La filosofía de Shaftesbury y la estética literaria del siglo xviii")—, adopta el principio de una fuerza plástica (la imaginación creadora) que anima el mundo natural y que aspira a sacar de la materia formas y figuras que se aproximan cada vez más a las ideas divinas (ello dentro de la tradición neoplatónica). Cree que el poder formativo es parte de la actividad divina; pero no quiere decir que lo identifique con Dios; es más bien, como él dice, uno de los aspectos, no el conjunto, de la naturaleza de Dios".

Conservo la cita errónea para curarme de nuevas veleidades eruditas, y, también, por utilidad, provisionalmente. La interpretación de Cassirer puede ser la correcta al recargar el acento donde lo pusiera Shaftesbury: en el poder de la imaginación creadora.

(4) Título de la ponencia de Nicanor Parra para el Primer Encuentro de Escritores Chilenos, celebrado en la Universidad de Concepción, 20-25 de enero de 1958. El texto de Parra, en el que se declara, en plural, "paladines de la claridad y la naturalidad de los medios expresivos", "un tipo de poetas espontáneos, naturales, al alcance del grueso público" está plagado, a mi juicio, de falacias, algunas de las cuales ofician, de buenos sentimientos de camaradería respecto de sus compañeros de ruta. No me parece que los Antipoemas, a pesar del lenguaje coloquial, de los lugares comunes, etc., sean, por otra parte, un dechado de claridad "al alcance del grueso público", es decir, del número máximo de lectores nacionales, poco numerosos en cualquier caso, que respondieron a la eficacia del libro poniéndolo por las nubes de un merecido éxito.

(5) Hugo Montes y Julio Orlandi, en uno de los peores textos de estudio que se hayan publicado en Chile: "Historia y Antología de la Literatura Chilena".

(6) Domingo Faustino Sarmiento empleó esta expresión para arrojársela, como un balde de agua fría, a los jóvenes poetas chilenos que formaban, en 1842, el ala derecha del bellismo (segunda contestación a un Quidam —Andrés Bello—, Mercurio del 2 de mayo de 1842). Perlático= que padece de perlesía (parálisis).

(7) "El hombre tiene inesperados recursos y, en el seno destructor de su propia cultura de masas, ha surgido en el siglo xx un nuevo arte que puede salvar a la poesía de su contemporáneo proceso de autocrítica llevado hasta el suicidio. Se trata del cine..." (César Fernández Moreno, "Introducción a la poesía").

(8) "Hugo Friedich, "Estructura de la lírica moderna".

(9) "Por otro lado, en lo concerniente a la relación entre literatura y política, es preciso tener presente este criterio: el literato debe tener necesariamente perspectivas menos precisas y definidas que el político, debe ser menos "sectario", si así puede decirse, pero de una manera "contradictoria". Para el político toda imagen fijada a priori es reacciónaria; el político considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio, debe tener imágenes "fijadas" y solidificadas en forma definitiva". (Antonio Gramsci, "Literatura y vida nacional")

(10) "La poesía no es dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad. Pero, naturalmente, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que es desear liberarse de estas cosas" (T. S. Eliot, "Los poetas metafísicos") .

(11) En "Las décadas oscuras".

(12) Alusión a "Imagen e Idea", de Herbert Read.

(13) Lewis Munford, "Arte y técnica".

(14) "Nathalie Sarraute, "L'ére du soupcon".

(15) Así se titula un poema de Pablo Neruda en "Residencia en la Tierra".

(16) "Por ello reclamo un realismo abierto, un realismo no académico, no fijado, susceptible de evolución, que se ocupe de los hechos nuevos y no se contente con aquellos que han sido largamente descortezados, pulimentados y digeridos, que se modifique al ir avanzando, para encontrarse apto para el estudio de las realidades excepcionales, que no se contente con reducir las dificultades a un común denominador, que no esté ahí para hacer entrar el acontecimiento en el orden preestablecido, sino que sepa tomar la cabeza del acontecimiento, un realismo que ayude a cambiar el mundo, un realismo no para tranquilizarnos sino para despertarnos, y que, a veces, por eso mismo nos molesta. Un realismo semejante no puede existir más que por una perpetua confrontación de la teoría y la práctica, se alimenta de la novedad, es un pionero de la realidad y no su registrador automático, después que a ésta se le ha sacudido bien el polvo" (Louis Aragón. Discurso de Praga).

(17) Rossana Rossanda, "El Debate cultural en la Unión Soviética y las funciones del partido". Traducido de la revista italiana Rinascita, N' 13, 23 de marzo de 1963, por Luis Bocaz para la revista Aurora.




daniel rojas pachas

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