LA POESÍA DE LA GENERACIÓN DEL 50 POR ANDRÉS MORALES



ENRIQUE LIHN Conocida como una promoción eminentemente de narradores[1], la generación de 1957 (o de 1950, como es llamada con frecuencia) posee algunas de las voces poéticas más interesantes que ha generado Chile en la segunda mitad del siglo veinte. Desde el registro de la poesía clásica, cruzando los umbrales de la literatura comprometida, hasta la vitalidad y el cambio del neovanguardismo, este extraordinario grupo de autores puede considerarse como uno de los que ha logrado mayor versatilidad y cosmopolitismo y que ha realizado decisivos aportes al desenvolvimiento de la poesía chilena contemporánea. Reuniendo a los poetas nacidos entre 1920 y 1935, esta generación cuenta con, al menos, veintitantos nombres destacados que ya han sido objeto de diversos reconocimientos nacionales e internacionales y cuyas obras son leídas y estudiadas ampliamente en el ámbito hispanoamericano. La nutrida lista de integrantes la componen Miguel Arteche (1926), Enrique Lihn (1929-1988), Armando Uribe Arce (1933), Sara Vial (1929), Stella Díaz Varín (1926 - 2006), Jorge Teillier (1935-1996), Carlos de Rokha (1920-1962), Alfonso Alcalde (1921- 2000), Manuel Francisco Mesa Seco (1925-1991), Jaime Valdivieso (1929), Eliana Navarro (1923 - 2007), Ludwig Zeller (1927), Miguel Moreno Monroy (1934), José Miguel Vicuña (1920 - 2007), Raquel Jodorowsky (1927), Jorge Cáceres (1923-1949), Luis Oyarzún (1920-1972), Alberto Rubio (1928 - 1998), David Rosenmann Taub (1927), Matías Rafide (1928 - 2006), Gustavo Donoso (1931), Fernando de la Lastra (1932), Tulio Mora (1929-1989), Ximena Adriazola (1930), Alejandro Jodorowski (1929), Delia Domínguez (1931), Antonio Campaña (1922), Alfonso Calderón (1929), Efraín Barquero (1931), Rosa Cruchaga (1931), Hugo Montes (1926), Sergio Hernández (1932), Hugo Zambelli (1926), Gastón Von Dem Bussche (1935), Guillermo Trejo (1926 - 2004), Pedro Lastra (1932), Rolando Cárdenas (1933-1990), Cecilia Casanova (1926), Ennio Moltedo (1931), Hernán Valdés (1934) y Raquel Señoret (1923-1990). La mayoría de los integrantes intenta una relectura de la tradición hispánica y consigue incorporar las enseñanzas poéticas de algunos autores europeos. Si en la generación anterior (del 38 o del 42, según se quiera) el horizonte cultural estaba regido, esencialmente por la poesía vanguardista francesa -y fundamentalmente por el surrealismo-, esta promoción se orientará a un redescubrimiento de los clásicos españoles (el caso de Arteche, Rosenman Taub, Trejo y Uribe Arce), a una búsqueda por la sencillez del lenguaje (Efraín Barquero, Eliana Navarro, Rolando Cárdenas, Jorge Teillier, José Miguel Vicuña) y a un acercamiento a la lírica anglosajona (Arteche, Valdivieso, Uribe Arce, Lihn, etc.). El tema de la ciudad, de lo urbano y del choque terrible entre el paisaje rural y la realidad de Santiago, será otro de los tópicos desarrollados por parte de sus miembros. Los temas religiosos, metafísicos y, sobre todo, del destino de una humanidad que sobrevive a la Segunda Guerra Mundial, se desarrollarán en una interesante fracción de estos poetas (Uribe Arce, Arteche, Navarro, Vicuña, Díaz Varín, Trejo, Cruchaga, etc.) Por otra parte, la incorporación de importantes voces de distintas tradiciones literarias a la competencia y formación de estos autores, ampliará notablemente los recursos y las posibilidades de una poesía que intenta instalarse dentro de la modernidad universalizando lo nacional (en el caso de Teillier, por ejemplo) o, simple y llanamente, retratando el desarraigo del hombre de la época y las particularidades comunes que lo unen a los más lejanos habitantes del planeta (siendo Enrique Lihn su máximo representante). Entre las características de esta promoción es posible constatar una diversidad de registros[2] que se manifiesta en tres líneas fundamentales. Sin ánimo de agotar ni clasificar las características extraordinarias de un grupo que aún desarrolla sus temáticas enriqueciendo su producción lírica, me parece importante dar testimonio de estos caminos que, en ningún caso, aparecen como antitéticos u opuestos, sino que, por el contrario, se complementan y se interrelacionan consiguiendo un diálogo extraordinariamente fructífero dentro del panorama poético nacional [3]. Las tres líneas propuestas son las siguientes:

1. Poesía urbana. 2. Poesía metafísica, religiosa y existencial. 3. Poesía lárica.

Existiendo también otras diversas particularidades que podrían dar distintos sellos distintivos a algunos de los autores de esta generación, creo que las tres categorías arriba mencionadas pueden englobar de forma clarificadora las tendencias que es posible dimensionar en la obra de estos poetas. Como he dicho antes, estas entradas para leer la poesía de esta época no deben considerarse como reductoras, sino, más bien, como instancias que permiten despejar algunas de las interrogantes que aún quedan pendientes en el estudio y análisis de la obra escrita por esta promoción.

1. Poesía urbana Si la narrativa de esta generación apunta, precisamente, a la incorporación de la ciudad como una realidad innegable de la vida moderna (en clara oposición con las descripciones “criollistas” o rurales de las promociones precedentes), la poesía también intentará abrir el espacio de lo urbano, otorgando claramente un protagonismo al paisaje citadino en desmedro de la visión descriptiva de la realidad rural o campesina (con las claras excepciones de Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Efraín Barquero y Alberto Rubio quienes, como se verá, integran la tercera de las líneas propuestas). Considerando que en la generación de 1942 (conocida también por “Generación del 38”), algunas voces habían intentado incluir la ciudad como uno de los escenarios y como uno de los temas importantes en sus producciones (fundamentalmente en el caso de Gonzalo Rojas y su libro La miseria del hombre, de 1948), la mayoría de sus exponentes aún se hallaban en la marcada influencia de las vanguardias (creacionismo y surrealismo) o bien en la descripción de la realidad campesina [4]. La aparición de esta nueva promoción en la poesía chilena traerá consigo el innegable protagonismo de las características de la vida contemporánea en las grandes concentraciones urbanas. Los autores que pueden adscribirse a esta primera línea son, sin lugar a dudas: Enrique Lihn, Matías Rafide y Alfonso Calderón (aunque este último también pueda incluirse en la segunda línea). De igual manera, una parte interesante de la obra de Miguel Arteche (fundamentalmente su libro de 1963, Destierros y tinieblas) y de Jorge Teillier (en la que el poeta mira, desde la ciudad de Santiago, hacia su proyecto lárico con desaliento y hasta frustración, dejándolo así plasmado en sus libros finales Cartas para reinas de otras primaveras de 1985 y El molino y la higuera de 1993). Enrique Lihn (1929-1988) es el poeta que, de inmediato, es posible asociar a esta problemática urbana. Su obra, dedicada a la reflexión sobre el lenguaje y la escritura, pero también a la existencia del hombre actual (sus angustias, sus pasiones, su inseguridad, su precariedad), es constantemente puesta “en escena” en las calles de la ciudad de Santiago, París, Barcelona o Nueva York. Los títulos de algunos de sus textos más importantes, Poesía de paso (1966), París situación irregular (1977), A partir de Manhattan (1979) o El Paseo Ahumada (1983), evidencian con claridad su filiación como un poeta al que la ciudad no sólo le toca o incumbe, sino de la cual el autor es parte fundamental en su propio concepto de la existencia y de la escritura. Sus obras narrativas y teatrales, sus videos y performances también deben considerarse bajo el prisma del desesperado habitante de la urbe cosmopolita. La poética de Lihn, surgida de un vastísimo horizonte de lecturas (desde la poesía más clásica hasta la teoría estructuralista) debe valorarse como un importante crisol donde confluyen el coloquialismo de Eliot, la antipoesía de Parra, la experiencias vanguardistas de Ponge, y un amplio conocimiento de la poesía contemporánea escrita en lengua castellana. Si la mirada sobre la ciudad, desde Baudelaire hasta hoy, ha intentado fundar el espacio citadino como el que corresponde a la época moderna, la versión de Lihn será reafirmar este tópico dotándolo de una serie de particularidades que consigan un adecuado retrato del hombre de la segunda mitad del siglo veinte. La degradación, la pérdida de la fe, el escepticismo científico, la decadencia de la moral burguesa y hasta la incorporación de lo marginal y prohibido, acompañarán al sujeto poético de esta obra. El tema del amor y hasta el de la muerte (espléndidamente tratado por el autor en su poemario póstumo Diario de muerte de 1989) se verán constantemente atravesados por las características arriba señaladas. Toda inocencia o ingenuidad serán testimonio de la hipocresía o de la estupidez que aún conserva el género humano. El poema “Porque escribí” del libro La musiquilla de las pobres esferas (1969) es un buen testimonio de este “animal urbano” (y “estético” agregaría yo) que Lihn configura, escéptico, en una buena parte de su obra y donde la escritura únicamente y en sí misma, es la forma de aprehender y existir en el mundo: … La especie de locura con que vuela un anciano detrás de las palomas imitándolas me fue dada en lugar de servir para algo. Me condené escribiendo a que todos dudaran de mi existencia real, (días de mi escritura, solar del extranjero). … Porque escribí no estuve en casa del verdugo ni me dejé llevar por el amor a Dios ni acepté que los hombres fueran dioses ni me hice desear como escribiente ni la pobreza me pareció atroz ni el poder una cosa deseable ni me lavé ni me ensucié las manos ni fueron vírgenes mis mejores amigas ni tuve como amigo a un fariseo ni a pesar de la cólera quise desbaratar a mi enemigo. Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo.[5] Por otra parte, el sujeto escritural de Lihn no sólo observa, se conmueve o desespera en las tragicómicas particularidades de la vida urbana. Su voz denuncia las injusticias, el desamparo, la pobreza y la persecución de la que es víctima una parte de la población de Chile luego de los acontecimientos del golpe militar de 1973. El paseo Ahumada, obra de por sí polémica en su factura y presentación[6], es el testimonio de ese ser urbano que es capaz de levantar la voz (al igual que los iluminados místicos que pululan hasta hoy esa arteria capitalina) para no sólo expresar su situación personal, sino metaforizar la realidad de todo el país. El poema “Cámara de tortura” es un clarísimo ejemplo de lo expuesto: (…) Su ayuda es mi sueldo Su sueldo es la cuadratura de mi círculo, que saco con los dedos /para mantener su agilidad Su calculadora es mi mano a la que le falta un dedo con el que me /prevengo de los errores de cálculo Su limosna es el capital con que me pongo cuando se la pido Su aparición en el Paseo Ahumada es mi estreno en sociedad Su sociedad es secreta en lo que toca a mi tribu Su seguridad personal es mi falta de decisión Su pañuelo en el bolsillo es mi bandera blanca Su corbata es mi nudo gordiano

Su terno de Falabella es mi telón de fondo

... Su mala leche es mi sangre Su patada en el culo es mi ascensión a los cielos que son lo que /son y no lo que Dios quiere Su libertad es mi perpetua ... Su retrete es mi marcha nupcial Su basural es mi panteón mientras no se lleven los cadáveres.[7] Con la necesaria perspectiva que otorgan los años, creo, sin equivocarme, que la obra de este poeta junto a las de unos pocos más de esta promoción, debe considerarse como una de las apuestas más conmovedoras y originales de toda la poesía escrita en Chile en la segunda mitad del siglo veinte. Una urgente relectura de su obra (al unísono con la reedición de sus libros más importantes) habrá de ratificar que, a pesar de la comprensible irregularidad de todo gran poeta, su poesía es un aporte tan o más significativo que el propuesto por Nicanor Parra con su antipoesía o los intentos –muchos de ellos fallidos- de una neo o post vanguardia que no hace más que repetir las mismas premisas (quizás bajo otras etiquetas y otros envoltorios) de las vanguardias históricas. MIGUEL ARTECHE 2. Poesía metafísica, religiosa y existencial Esta vastísima categoría puede incluir, sin lugar a dudas, a una buena parte de los integrantes de esta generación. De una u otra forma, como señalé más arriba, todos los exponentes de este grupo fueron tocados por la tragedia de la segunda guerra mundial. Aún siendo niños o adolescentes, la realidad de los campos de concentración, el genocidio, la bomba atómica y el cuasi suicidio colectivo de la humanidad, impacta a una gran mayoría de estos autores. Como muchos europeos han señalado, “ya no se puede escribir de la misma forma después de Auschwitz o Hiroshima”. Aunque todos inician su escritura en un lejano rincón del mundo, el peso de la responsabilidad como miembros de la especie humana se evidencia a todas luces. Contrariamente a lo que podría pensarse, no existe un “escapismo” en estas poéticas: sus voces se hacen eco de las grandes preguntas surgidas después del conflicto, de la desesperación, del vacío, de la amargura y hasta del desamparo de la mayoría de los seres sensibles y pensantes. Pero, por otra parte, también formulan distintas salidas a este momento terrible de la historia. La religiosidad, la filosofía, las ideologías, son las respuestas que muchos de ellos encuentran para intentar la reconstrucción de la esperanza y de una realidad que, sin lugar a dudas, piensan que debe cambiar urgentemente. Entre los poetas más importantes de esta promoción se encuentra la figura de Miguel Arteche (1926). Su vasta obra es un reflejo de los trágicos sinsentidos de un mundo que parece haber olvidado no sólo una lógica mínima, sino también la mayoría de las coordenadas que permiten hablar de una sociedad solidaria, sensible o generosa. Desde la íntima experiencia de la revelación poética, de las lecturas clásicas o contemporáneas (donde la poesía en lengua inglesa posee una singular importancia, a la par de los poetas españoles de los Siglos de Oro junto a aquellos de la primera mitad del siglo XX) o de la sencilla anécdota que se entrecruza con la experiencia estética, la poesía de Arteche indaga en las miserias y grandezas del género humano, de su historia y su presente. Frente a la evidente desilusión –expresada magistralmente en libros como Destierros y tinieblas (1963)- la respuesta se articula en la búsqueda religiosa como única esperanza donde el hombre puede reconciliarse consigo mismo. Lo interesante de esta poesía es que, a la par de tocar temas que pueden considerarse como mayores, de largo aliento o “trascendentales” (Otro Continente de 1957 o Cantata del pan y la sangre de 1980), el autor logra transmutar, elevar o desdoblar objetos y situaciones aparentemente menores o sin importancia, para hallar allí la belleza única de su particularidad y la perfecta armonía con el espacio de lo humano y lo divino. Textos como “Bicicleta abandonada en la lluvia” [8], “El café” o “Lluvia” [9] son una prueba de lo señalado, aunque quizás el poema más acabado (y donde el hablante confiesa sus temores, angustias e inquietudes) sea “El agua” en que Arteche logra aunar formalmente y temáticamente la perfección de lo cotidiano y su elevación como instancia metafísica: A medianoche desperté. Toda la casa navegaba. Era la lluvia con la lluvia de la postrera madrugada.

Toda la casa era silencio, y eran silencio las montañas de aquella noche. No se oía sino caer el agua.

Me vi despierto a medianoche buscando a tientas la ventana; pero en la casa y sobre el mundo no había hermanos, madre, nada.

Y hacia el espacio oscuro y frío y frío el barco caminaba conmigo. ¿Quién movía todas las velas solitarias?

Nadie me dijo que saliera. Nadie me dijo que me entrara, y adentro, adentro de mí mismo me retiré: toda la casa me vio en el tiempo que yo fui, y en el seré la vi lejana, y ya no pude reclinar mi juventud sobre la almohada.

A medianoche me busqué mientras la casa navegaba. Y sobre el mundo no se oyó sino caer el agua.[10]

Otro ejemplo de la gran capacidad de transmutar la futilidad y contrastarla con la historia, la tragedia o simplemente con su más lejano contrapunto (en donde el oficio poético logra una altura incomparable en su capacidad de ofrecer un paralelismo terrible) es el poema “Golf”. En él, Arteche plantea dos mundos opuestos (el hoy y el ayer), dos situaciones antitéticas (la pasión de Cristo y el juego del burgués), dos realidades cargadas con sentidos inversos (el sacrificio de Jesús y la indiferencia del jugador), estableciendo una feroz crítica al mundo que ha olvidado al Salvador y, al mismo tiempo, un llamado urgente a meditar el peso de la ofrenda del Hijo de Dios y su necesaria recuperación: El gallo trae la espina. La espina trae el ladrón. El ladrón la bofetada. Hora de sexta en el sol. Y el caballero hipnotiza una pelota de golf. Tiembla el huerto con la espada. A sangre tienen sabor las aguas que da el olivo. El gallo otra vez cantó. Y el caballero golpea una pelota de golf. ... Negro volumen de hieles. La lluvia del estertor. Ojos vacíos de esponja negra para su voz. Relámpago que el costado penetró. Cordillera del martillo que clavó. Vestiduras divididas por el puño del temblor. Se arrodilló el caballero por su pelota de golf.[11] En la línea de la poesía religiosa también es posible señalar a otros autores. Armando Uribe Arce, Hugo Montes, Eliana Navarro, David Rosenmann Taub, Guillermo Trejo y Rosa Cruchaga han escrito notables poemas de inspiración religiosa[12]. Libros como Por ser vos quien sois (1989) de Uribe Arce, La Pasión según San Juan (Oratorio poético, 1980) de Navarro, Oficios y Homenajes de Montes o Cortejo y epinicio (1949) de Rosenmann Taub deben ser considerados como capitales a la hora de revisar este rasgo en particular. El caso de Stella Díaz Varín (1926) es el de una autora que, perteneciendo claramente a una línea de escritura que pretende reformar la poesía de su época integrando a ésta el tema de la ciudad, debe considerársele en el grupo de poetas que se orientan hacia una poesía metafísica y existencial. Su obra poética, reunida en los volúmenes Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil y otros poemas (1953) y Los dones previsibles (1992) debe ser señalada como una de las más notables dentro de la poesía femenina en Chile. Su intensidad lírica, su penetración en temas que apuntan al origen y destino del hombre así como su perfección en el oficio, deben constituirse en razones definitivas para que la crítica especializada preste una mayor atención a su escritura[13]. En la temática de Stella Díaz, la presencia de la muerte, el amor y el desamor, el tiempo y la precariedad de la existencia son fundamentales. El poema "De la prematura muerte" es un ejemplo paradigmático de sus obsesiones y búsquedas: Ella dice: ¿Cómo es el amor? ¿Quién lo pretende? El tiempo es tan efímero y estás llorando por lo imaginario. Es fácil el dolor, la alegría, la duda, y el llorar de rodillas; no es el querer morirse caminando para no regresar después de nada. En mis manos abiertas, ha nacido mi querida amargura, y tus ojos severos, están muertos detrás de mis umbrales. Nada tengo de ti, nada ha quedado. Las prematuras muertes no nos unen, no estuvimos jamás en el silencio, ni con el tiempo, y es que nunca estuvimos. [14] Dentro de esta corriente es indispensable señalar a otros poetas de extraordinaria intensidad: Carlos de Rokha (hijo de Pablo de Rokha y autor de El orden visible, 1956), Alfonso Alcalde (Variaciones sobre el tema de la muerte, 1958), José Miguel Vicuña (Poemas augurales, 1965), Pedro Lastra (Y éramos inmortales, 1974), Delia Domínguez (Pido que vuelva mi ángel, 1982), Jaime Valdivieso (El peso de la luz, 1994), Ludwig Zeller (Los espejos de Circe, 1978) y los ya señalados Armando Uribe Arce (Imágenes quebradas, 1998), Guillermo Trejo (Caudal de murientes, 1986), Alfonso Calderón (Testigos de nada, 1997) y David Rosenmann Taub (Los surcos inundados, 1951). JORGE TEILLIER 3. Poesía lárica En claro contraste con la poesía citadina, la poesía lárica[15] pareciera pertenecer a poetas de anteriores promociones. La sencillez en el decir, su alejamiento de la vida moderna (o la notable antítesis que ejerce frente a este tipo de realidad) y una temática más asociada al recuerdo, la infancia, lo pasado y lo perdido, son las características principales de su discurso poético. Rolando Cárdenas (autor de libros notables como Tránsito breve, 1959; En el invierno de la provincia, 1963 o Poemas migratorios, 1974), Alberto Rubio (con sólo un par de hermosos libros de poesía, La greda vasija, 1952 y Trances, 1987), Efraín Barquero (seudónimo de Sergio Efraín Barahona, quien ha editado La piedra del pueblo, 1954; La compañera, 1956; El pan del hombre, 1960; Epifanías, 1970 y A deshora, 1992, entre otros interesantes títulos), junto a la figura mayor de esta corriente, Jorge Teillier (autor de Para ángeles y gorriones, 1956; Poemas del país de nunca jamás, 1963; Crónica del forastero, 1968; Muertes y maravillas, 1971; Para un pueblo fantasma, 1978; Cartas para reinas de otras primaveras, 1985; Los dominios perdidos, 1992 y El molino y la higuera, 1993 junto a otros indispensables volúmenes póstumos) son los poetas que deben considerarse como los más importantes y los que, marcando cada uno su línea personal (desde el clásico soneto de Rubio hasta el intenso lirismo de Teillier) han de señalarse como paradigmáticos. La obra poética de Jorge Teillier (1935-1996) es, sin lugar a dudas, una de las más reconocidas de toda esta generación. Proyectando una fuerte influencia sobre las nuevas promociones, se ha transformado en “objeto de culto” de lectores iniciados y bisoños. Tal vez, la sencillez de su verbo, su capacidad evocativa y la constante alusión a momentos y personajes ya casi olvidados sean los motivos por lo que su poesía es fuertemente leída, estudiada y comentada tanto en Chile como en el extranjero (particularmente en traducciones al inglés, ruso, polaco, sueco, portugués, italiano, checo, rumano y francés). Lo que es a todas luces innegable, es su extraordinaria capacidad lírica, lo que en un principio lo llevó a cantar al Chile de los pueblos perdidos, a la realidad rural y al pasado nostálgico que poco a poco desaparecía, para luego confrontar ese mundo (al llegar a la capital) con la sordidez, la soledad y el desamparo que producen todas las grandes ciudades. Los temas de la infancia (tan rilkeano, otra vez [16]) y de las tradiciones rememoradas son esenciales para comprender su visión de mundo. El poema “Un desconocido silba en el bosque” es notable en su nostálgica fuerza para atraer al pasado: Un desconocido silba en el bosque. Los patios se llenan de niebla. El padre lee un cuento de hadas y el hermano muerto escucha tras la puerta. Se apaga en la ventana la bujía que nos señalaba el camino. No hallábamos la hora de volver a casa, pero nos detenemos sin saber a donde ir cuando un desconocido silba en el bosque. Detrás de nuestros párpados surge el invierno trayendo una nieve que no es de este mundo y que borra nuestras huellas y las huellas del sol cuando un desconocido silba en el bosque. Debíamos decir que ya no nos esperen, pero hemos cambiado de lenguaje y nadie podrá comprender a los que oímos a un desconocido silbar en el bosque.[17] Un pasado que ya no existe más que en la memoria y del cual se han perdido las claves porque ha cambiado el lenguaje. Un universo de cuento de hadas, de inocencia, de belleza al cual se retorna solamente a través de la evocación. Perteneciente al ciclo de sus últimos poemas, “Un hombre solo en una casa sola” representa la desesperanza y la amargura de aquel que ya no reconoce al mundo como propio y al que le invade el desamparo y la soledad. El poeta ha abandonado la aldea, la tierra y casa natales y se ha desplazado a la urbe donde, inevitablemente, todo lo que le rodea es sinónimo de pérdida, de enfermedad y hasta de la muerte[18]: Un hombre solo en una casa sola No tiene deseos de encender el fuego No tiene deseos de dormir o estar despierto Un hombre solo en una casa enferma. No tiene deseos de encender el fuego Y no quiere oír más la palabra Futuro El vaso de vino se ha marchitado como un magnolio Y a él sólo le importa mirar la apagada chimenea Sólo le gustaría tener una copa que le contará una /vieja historia A ese hombre solo en una casa sola. Una historia como las que oía en su casa natal Historias que no recuerda como no recuerda que /aún está vivo Ve sólo una copa vacía y una magnolia marchita Un hombre solo en una casa enferma.[19] A la luz de estos poemas y como en el caso de Lihn, Arteche y Díaz Varín, la poesía de Jorge Teillier debe ser considerada como una de las más importantes no sólo de su generación, sino de toda la escrita en Chile a partir de la década de los cincuenta. STELLA DÍAZ VARÍN 4. Conclusiones provisionales Este panorama sobre la poesía de la generación del 50 puede aparecer incompleto si no se realiza un mínimo balance de su producción. Es menester entonces situar estas obras en el conjunto de las escritas en Chile durante el siglo veinte como también en el ámbito de la poesía hispanoamericana. Desde la perspectiva de los años (a casi cincuenta años de las primeras publicaciones emblemáticas de esta promoción) es importante reconocer que se trata de un grupo de autores que no manifiesta una homogeneidad programática ni estilística. Tanto en lo que respecta a temas como a procedimientos, y como se ha visto, los recursos y los hallazgos son muy diferentes. No se hallará aquí (como probablemente sí ocurre con los narradores que pretendían superar las técnicas y las temáticas de sus predecesores) un intento absoluto se “superación” con respecto a los autores de la generación de 1938. Por el contrario, quizá se trate de una generación muy heterogénea donde más que cerrar filas en torno a una idea, un manifiesto o una forma concreta de hacer poesía, habrá una inmensa curiosidad por incorporar distintas tradiciones literarias (en diferentes lenguas) y donde los métodos para esa incorporación (y para cada sesgo personal) serán, a veces, opuestos (valga como ejemplo el caso de la poesía lárica y la poesía urbana), pero, por donde primará, sin duda alguna, un intento de reformular el mundo, de reinterpretarlo y hasta de rescatar los elementos –del pasado o del presente- que cada autor juzgue conveniente. Desde otra perspectiva (y si es que los juicios valorativos aún pueden considerarse como serios), es evidente que, en cualquiera de las tres corrientes que describí más arriba, es posible hallar autores y textos de extraordinaria calidad. Desde los nombres fundadores (Huidobro, Neruda, Prado, Mistral, de Rokha) hasta los poetas del 38 (“La Mandrágora”, Parra, Anguita o Rojas) la poesía chilena fundaba una tradición importantísima en el espacio de la lengua castellana. La poesía del 50 no será entonces la excepción: continuando este desarrollo tan fértil y tan diverso, su producción aportará elementos nuevos y miradas que consiguen ampliar significativamente el horizonte de la poesía chilena. Considerada en el marco de la poesía hispanoamericana (donde es posible encontrar voces tan importantes como las de los argentinos Roberto Juarroz, Alejandra Pizarnik y Juan Gelman, del peruano Carlos Germán Belli, del nicaragüense Ernesto Cardenal, del mexicano Jaime Sabines, del salvadoreño Roque Dalton o del cubano Eliseo Diego) esta poesía puede alzarse como una de las más interesantes de todo el continente. Obras como las de Lihn, Teillier, Arteche, Rosenmann Taub o Uribe Arce son estudiadas y leídas con creciente interés en casi todos los países de lengua castellana. Sin pretender, como muchos piensan, que es en Chile donde se escribe lo mejor de la poesía del idioma común, en nada desmerecen estas obras vistas desde otras tradiciones y otros cielos americanos. Un estudio que está pendiente y debe realizarse en un plazo razonable[20] es cómo la producción de muchos de estos poetas ha influenciado notablemente una buena parte de la poesía peruana, mexicana y argentina entre otras. Por último, es necesario aclarar que estas páginas han intentado ofrecer una veloz mirada sobre una generación que, en muchos casos, aún no cesa de entregar nuevos libros y obras sorprendentes. La fuerza, la potencia, la riqueza de estas obras y, en general, de la lírica escrita en Chile a lo largo del siglo veinte, merece muchas más lecturas –detalladas, extensas, cuidadosas- que habrán de prestigiarla más aún y abrirán las puertas a aquellos que, todavía, consiguen deslumbrarse en la belleza secreta de la gran poesía. Santiago de Chile, diciembre de 1999 – enero de 2000 – agosto 2007


[1] De sobra está señalar la importancia de las voces de José Donoso, Jorge Edwards, Alejandro Jodorowsky, Enrique Lafourcade, Claudio Giaconni y otros, quienes, de una u otra forma, hicieron vastamente conocida la narrativa chilena en el exterior, vinculándola con el llamado “boom de la novela hispanoamericana”. [2] Asunto que, para bien de la poesía chilena, siempre ha existido en las diversas promociones literarias. Desde los “fundadores” de la poesía en el siglo veinte: Mistral, Prado, Huidobro, Neruda y De Rokha hasta las actuales voces más jóvenes, es posible rastrear una serie de discursos paralelos que apuntan hacia distintas lecturas, tradiciones o métodos de composición poética. [3] Es indispensable señalar que las líneas propuestas no son privativas entre sí. Algunos poetas pueden y deben ser catalogados dentro de una, pero, al mismo tiempo, pueden y deben ser incluídos en otra. De allí que sea posible hablar de caminos que se entrelazan y complementan. Las lecturas que pretenden oponer una tendencia con otra, más que representar la coherencia de las obras poéticas, apuntan a glosar las posibles animadversiones y/o polémicas entre algunos de los integrantes de esta generación. [4] Los poetas bajo el influjo de las vanguardias son múltiples: por ejemplo, los integrantes del grupo surrealista “La Mandrágora” (Arenas, Cid, Gómez Correa, Jorge Cáceres), o del creacionismo (Anguita, Omar Cáceres). En lo que respecta a una poesía de corte hispanizante y rural (bajo la clara influencia de Federico García Lorca), los poetas más destacados son Oscar Castro, Nicanor Parra y Omar Cerda. Vid. Lyon, Ted. Presentación de la generación chilena del 38: Una perspectiva de cincuenta años en “Ibero-Amerikanisches Archiv” N.F., Jg. 15; H.1. Berlín, 1989. [5] Lihn, Enrique. Porque escribí. Editorial F.C.E. Santiago de Chile, 1995. P.176. [6] Debe recordarse que la primera edición (1983) se presenta como un periódico o folleto impreso. [7] Lihn, Enrique. El paseo Ahumada. Ediciones Minga. Santiago de Chile, 1983, p. 3. [8] La presencia de los distintos símbolos del agua ha sido exhaustivamente rastreada por la poeta, narradora y académica Alejandra Basualto en su tesis de grado Simbología del agua en la poesía de Miguel Arteche. Departamento de Literatura. Facultad de Filosofía, Humanidades y Educación. Universidad de Chile, 1985. [9] Todos ellos pertenecientes a Destierros y tinieblas. Ediciones Rumbos. Santiago de Chile, 1995 (Tercera Edición). [10] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit., p. 89. [11] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit., pp. 48-49. [12] Vid. Cánovas, Rodrigo y Arteche, Miguel. Antología de la poesía religiosa chilena. Ediciones Universidad Católica de Chile. Santiago de Chile, 1989. [13] Al respecto es notable el prólogo de Enrique Lihn al libro Los dones previsibles. En él señala: “(...) La voz, que quizá se hace oír en versos largos y acumulativos, es imperiosa, arbitraria y, con la palabra amén, el sujeto de una cierta profanación (...) Algunos de nosotros, estimulados por el ejemplo de Nicanor Parra, nos alejamos rápidamente de ese tipo de poesía –del hipnotismo de las Residencias de Neruda, del gigantismo de De Rokha- Stella, no. Hasta el día de hoy sus mejores versos (Y un horizonte/donde aprendí a reverberar/con el último rayo de sol sobre las aguas”) son autoreferenciales. Adornos de la propia persona retorizada, que es la máscara del poeta (...)”. En Díaz Varín, Stella. Los dones previsibles. Editorial Cuarto propio. Santiago de Chile, 1992, pp.11-12. [14] Díaz Varín, Stella. Razón de mi ser. Morales Ramos Editor. Santiago de Chile, 1949, p.31. [15] Término acuñado por Rainer María Rilke y que retoma Jorge Teillier en su sentido de hogar (lar), de pertenencia y de nostalgia por un paraíso perdido: la infancia. [16] Aquel que piense en Teillier como un “poeta espontáneo”, una de las tantas leyendas con las que hoy es recordado, caerá rápidamente en su error al revisar cuidadosamente su producción lírica y ensayística. Por el contrario, Teillier es uno de los poetas chilenos que intentó, con éxito, incorporar lecturas e influjos de las más variadas tradiciones (francesa, inglesa, rusa, checa, alemana, etc.), siendo Rainer María Rilke, George Trakl, Sergei Esenin, Lewis Carroll, René Char y un largo etcétera sólo algunos ejemplos de este acabado conocimiento. [17] Teillier, Jorge. Poemas del país de nunca jamás. Incluido en el volumen antológico Los dominios perdidos. Editorial Fondo de Cultura Económica. Santiago de Chile, 1992, p. 43. [18] Es interesante establecer un casi insoslayable paralelo entre este poema y el famoso soneto de Francisco de Quevedo “Salmo XVII”. [19] Teillier, Jorge. El molino y la higuera. Ediciones del Azafrán. Santiago de Chile – México D.F., 1993, p. 12. [20] Como muchos otros pendientes en nuestra poesía: la bibliografía crítica sobre esta generación es un claro ejemplo de la inexplicable falta de interés por las obras de tan importantes autores.



daniel rojas pachas

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