CONFERENCIA SOBRE ENRIQUE LIHN



CONFERENCIA SOBRE ENRIQUE LIHN
Expositor: Eduardo Llanos Melussa
(Santiago, 10 de junio 2004)

Buenas noches. Después de esta presentación tan cálida estoy obligado a desempeñarme bien, aunque yo pensaba desempeñarme mal. En fin...

Creo haber escrito ya bastante sobre Lihn, y ahora mismo traje muchas notas y apuntes, pero prefiero improvisar parcialmente, y de seguro algunos temas irán surgiendo a lo largo de la exposición. La poesía siempre tiene un misterio inevitable que obliga a salirse de lo programado.
Hice de todos modos un punteo de lo que quisiera decir y se los quiero anticipar. En primer lugar, haré una introducción básica a la figura de Lihn, porque eso se me pidió, atendiendo a que en la audiencia podría haber jóvenes y, en general, personas que no necesariamente están familiarizados con el personaje. Luego intentaré una suerte de recorrido de su evolución poética, sus temas, registros, estilos más evidentes y otras recurrencias. Si el tiempo nos alcanza, espero ir examinando algunos poemas concretos, ojalá los menos conocidos o los menos “visitados”, y abordar también la recepción de Lihn, recepción que ha sido compleja y casi paradójica. Y es que, a partir de su muerte, basta pronunciar su nombre para que la gente aplauda con cierto respeto; se lo incluye en todas las antologías hispanoamericanas serias, e incluso hay personas que se saben de memoria algunos de sus mejores poemas, como “Porque escribí” (de La musiquilla de las pobres esferas). Sin embargo, los libros que muestran panorámicamente su obra no son de venta fácil; más bien son de venta muy lenta (perdonen la rima: son los riesgos de la improvisación), y creo que eso da una pista de lo que tenemos que exponer ahora.
Empecemos por su ficha biobibliográfica elemental. Esta sí la traje escrita y ahora la leeré para ustedes.

I.- BREVE SEMBLANZA

Enrique Lihn Carrasco nació en Santiago el 3 de septiembre de 1929. Talento versátil y precoz, a los doce años ingresó a la Escuela de Artes como estudiante libre de dibujo y pintura, estudios que luego abandona para concentrarse en la creación literaria. A los veinte publica Nada se escurre (1949), su primer poemario, al que seguirá Poemas de este tiempo y de otro (1955). Paralelamente va escribiendo algunos cuentos antológicos (véase sobre todo Agua de arroz, 1964) y diversas páginas sobre arte y literatura (entre ellas un avizor estudio sobre Nicanor Parra publicado en 1951, tres años antes de la aparición de Poemas y antipoemas). Dirigió la Revista de Arte de la Facultad de Bellas Artes, y luego, junto a Germán Marín, fundó Cormorán, revista mensual de arte, literatura y ciencias sociales. En su madurez escribió varias novelas experimentales y unas cuantas obras de teatro. En sus últimos años incursionó en el video y fungió como actor y director de sus propias obras de teatro. En sus meses finales se dio tiempo incluso para retomar el dibujo y dejar casi terminada una novela-comic, Roma la loba, que se publicó póstumamente.

Se diría que un profundo desarraigo existencial lo inclinaba al viaje y a la mudanza tanto de género como de domicilio. Sin embargo, pese a esa hiperactividad, se mantuvo siempre fiel a la poesía, su vocación más profunda. A partir de su tercer libro, La pieza oscura (1963), destacó entre los mejores de su generación en lengua hispánica. Lúcido y radical, a veces tiende al fragmento y otras veces al monólogo interior, a la elegía tanto como a la parodia o al sarcasmo, a la mirada interior y al apunte de viaje, al soneto lo mismo que al antisoneto.

En mi opinión, la mejor poesía de Lihn se concentra en sus poemas de treintañero: La pieza oscura, ya citada, Poesía de paso (1966, Premio Casa de las Américas), Escrito en Cuba (1969) y La musiquilla de las pobres esferas (1969), si bien en cada libro posterior surgen nuevos registros y se incluyen poemas logrados.

Parafraseando las palabras de García Lorca sobre Neruda, Lihn sugiere que la poesía requiere y/o busca un “equilibrio inestable entre la tinta y la sangre”. En su caso, se trataba de un equilibrio dinámico de fuerzas opuestas, fuerzas que un creador armoniza sólo en virtud de su trabajo creador. Quiero citar un poema muy poco conocido de él que no está citado en ningún libro, salvo en Figures of speech, una antología bilingüe compilada por el poeta y crítico norteamericano Dave Oliphant. El poema se titula “Retrato” y pertenece a un libro inédito de 1952, del que se conoce un par de poemas recogidos por Matías Rivas y Roberto Merino en Antología de paso, en 1998. Diez años antes el poema —junto a otros no se conocían mucho— había aparecido en El Mercurio. Les leo algunos versos de ahí se ese poema, por lo tempranero y por lo significativo que es en términos de tomar conciencia de estas polaridades internas en una especie de autorretrato. Cito entonces un fragmento de ese “Retrato”:

Poeta de los pies a la cabeza, hombre de pocas uñas, convulsivo, neurótico, huérfano de las águilas, padre de su aumento, oscuro, sombreado por un ángel difunto, señor de su desterrado dominio, látigo de sí mismo [...] abstracto por instinto.

Como se ve, Lihn está próximo a ese Parra que en su famoso “Epitafio” exhibe sin complejos sus contradicciones, y, como él, se muestra igualmente distante del lirismo estereotipado y del “tonto solemne”. De ahí la autoironía (“látigo de sí mismo”), el autodistanciamiento y la discursividad reflexiva y casi teorizante (“abstracto por instinto”). Pero lo suyo no es tanto la demolición como el desmontaje. Por lo demás, autoobservador como era, Lihn nunca desoyó del todo al lírico genuino que en él se debatía. Sólo que ese artista sensible e introspectivo cohabitaba en un mismo cuerpo junto al intelectual libertario, atento al devenir sociohistórico y dispuesto a asumir compromisos interhumanos. Por otra parte, incluso en su etapa de militante, Lihn se batía contra el dogmatismo en sus propias filas y procuraba superarlo en su propia personalidad. Era leal, aunque no complaciente, de modo que solía suscitar una incomprensión abrumadora y hasta cruel. Pero su integridad, su estoicismo y su compromiso resultan más ejemplares que nunca, especialmente en esta posmodernidad farandulera y descreída.

Un cáncer mal diagnosticado se expandió desde su pulmón y lo consumió en menos de tres meses. Con sus últimas fuerzas y los días contados, escribió Diario de muerte. Así, “sombreado por un ángel difunto”, Lihn expiró en Santiago el 10 de julio de 1988.

Baste lo anterior como una ficha elemental. Sin embargo, quien busque una visión más amplia de su poesía puede leer Porque escribí (1995), la selección más panorámica de su obra poética. Y quien quiera conocer su escritura crítica, no tiene más que consultar El circo en llamas (1997), voluminoso y luminoso libro compilado por Germán Marín. Y quien busque testimonios de quienes le conocieron de veras, debería agenciarse El otro Lihn (2001), libro de entrevistas hechas y compiladas por Óscar Sarmiento.

II.- LIHN EN SU CONTEXTO

Lihn es de ese tipo de poetas que uno debe leer globalmente y, en lo posible, reconstruyendo el contexto de cada texto. En esta ocasión tendremos poco tiempo; pero al menos debo indicar que Lihn integra la generación del 50, cuyos representantes más conocidos son quizás sus narradores (José Donoso, Jorge Edwards, Enrique Lafourcade), aunque también incluye a poetas como Miguel Arteche (1926), Efraín Barquero (1931), Armando Uribe (1933) y Jorge Teillier (1935-1996). Personalmente, diría que es una generación muy completa, porque tiene obras y autores notables en casi todos los géneros: cuenta con destacados dramaturgos, críticos, ensayistas, e incluso hay quienes produjeron obra filosófica de calidad internacional.

Por otra parte, en esas fechas surgen creadores de peso en casi todos los países de América. De ahí que afirmar que Lihn es un miembro destacado de esa generación no es poco decir.

Por lo demás, la aparición en escena de una generación continental también tiene que ver con una maduración cultural de mayor alcance, o al menos presupone cierta efervescencia educacional, política y hasta económica, como el incremento del “mercado lector”. Quiero decir que una generación tan valiosa no brota de la nada, sino del engrosamiento acumulativo del tejido cultural y del progreso socioeconómico.

En el caso particular de la poesía, la acumulación del talento y el dinamismo intra e intergeneracional resultan especialmente productivos. Simplificando un poco las cosas, podríamos decir que la primera mitad del siglo estuvo marcada por individualidades muy nítidas: Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda. Son todos tan distintos como distantes, y, al intentar compararlos, de inmediato comprobamos que prevalecen los contrastes.
Cuando pasamos a la generación siguiente, notamos ciertos hechos curiosos. Por ejemplo, un eventual paralelo entre Nicanor Parra (1914) y Gonzalo Rojas (1917) nos mostraría también mucha distancia e incluso rivalidad; pero, con todo, ellos mantienen entre sí más similitudes que Huidobro y Neruda. De paso, notemos que entre ambas duplas se da una suerte de polaridad casi biotípica o, digamos, de temperamentos. En Huidobro predomina la inteligencia y la imaginación (no por nada hace del ensayo, del artículo y del aforismo armas al menos tan eficaces como sus propios poemas, por lo demás muchas veces metapoéticos); en cambio, en Neruda predominan las “pasiones” y sobre todo la sensorialidad. Pues bien, ¿acaso no es evidente que el registro de Parra parece “constitucionalmente” más emparentado con Huidobro, mientras que Rojas es más afín al temple de Neruda

Pasando ahora a la generación del 50, notamos que Lihn y Teillier parecen reeditar las polaridades precedentes, o sea, la de Huidobro / Neruda y la de Parra / Rojas. Así, se van configurando dos “familias” intergeneracionales: una que viene desde Huidobro, pasa por Parra y llega hasta Lihn, y, paralelamente, otra que comienza con Neruda, sigue con Rojas y se prolonga con Teillier.

Por supuesto, la oposición de estas dos familias de temples creadores (de talantes y de talentos) resulta muy esquemática y necesariamente reduccionista, así que sería una torpeza tomarla demasiado en serio. Sin embargo, resulta iluminador el contraste entre estas polaridades, porque trasunta un dinamismo muy complejo y bastante evolutivo, que ciertamente va más allá de los méritos individuales y de la opción o el credo de cada poeta. Por lo demás, la “polaridad” se va matizando más y más en cada una de esas tres generaciones. En efecto, si bien los poetas siguen diferenciándose por una suerte de “oposición” o de contraste, al mismo tiempo empiezan a parecerse cada vez más, pues comparten ciertas premisas y algunos presupuestos. Por ejemplo, Parra y Rojas se esfuerzan casi por igual (con éxito relativo, por supuesto) en mantener a raya el egocentrismo desorbitado que caracterizó a la dupla de sus antecesores inmediatos: Huidobro y Neruda (y también de Rokha, por cierto); a la vez, si bien ambos se benefician de las libertades escriturales conquistadas por la generación previa, también están mejor dispuestos a una “comunicación” más normal y simétrica con sus lectores. Más tarde, Lihn y Teillier también aceptan lo mejor del legado de las generaciones previas, pero contribuyen a corregir sus excesos o a compensar sus vacíos.

En suma, en cada generación surgen espontáneamente duplas más bien polares (Huidobro versus Neruda, Parra versus Rojas, Lihn versus Teillier); al mismo tiempo, cada generación se enriquece con la copresencia de poetas que escapan a estas polaridades y/o se mantienen equidistantes de sus polos: una Gabriela Mistral y un Pablo de Rokha en la primera generación, un Eduardo Anguita en la generación siguiente, un Arteche, un Barquero o un Uribe en la tercera generación. Así se fue abigarrando y diversificando la poesía chilena, y así se fueron dialectizando y complejizando las polaridades. Empiezan entonces a notarse cada vez más las similitudes que hermanan a los poetas: ciertamente, se mantienen sus diferencias de talante y las peculiaridades de sus talentos, pero ya no importan tanto los antagonismos que los separan cuanto el agonismo que comparten.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la etapa de maduración personal y literaria de la generación del 50 se da más bien en la década del 60, que es un período de utopismo y de afanes emancipatorios de gran intensidad, y muchos poetas apostaron por la lucha en pro de una mayor justicia social, incluso militando en partidos o movimientos reivindicativos. Así, el denominador común del doble compromiso (artístico y político) también contribuye a atenuar los contrastes. Espero que podamos retomar este tema un poco más adelante.

III.- A PARTIR DE LA PIEZA OSCURA

Dije que el primer gran libro de Enrique es el tercero, La pieza oscura (1963). Allí encontramos una suerte de sistema, una cierta cosmovisión original, un ritmo, un estilo propio y, por cierto, al menos una docena de poemas sobresalientes, que pronto empezaron a circular en las antologías nacionales e internacionales.

Así que, para adentrarnos en el mundo lihneano, deberíamos examinar de cerca algunos de esos poemas. Y creo lo más indicado comenzar precisamente por el poema que da título al libro: “La pieza oscura”.

La mixtura del aire en la pieza oscura, como si el cielo raso hubiera amenazado una vaga llovizna sangrienta.
De ese licor inhalamos, la nariz sucia, símbolo de inocencia y de precocidad juntos para reanudar nuestra lucha en secreto, por no sabíamos no ignorábamos qué causa; juegos de manos y de pies, dos veces villanos, pero igualmente dulces que una primera pérdida de sangre vengada a dientes y uñas o, para una muchacha, dulces como una primera efusión de su sangre.

Y así empezó a girar la vieja rueda –símbolo de la vida– la rueda que se atasca como si no volara, entre una y otra generación, en un abrir de ojos brillantes y un cerrar de ojos opacos con un imperceptible sonido musgoso. Centrándose en su eje, a imitación de los niños que rodábamos de dos en dos, con las orejas rojas –símbolos del pudor que saborea su ofensa–rabiosamente tiernos, la rueda dio unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la rueda en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido. Por un momento reinó la confusión en el tiempo. Y yo mordí largamente en el cuello a mi prima Isabel, en un abrir y cerrar del ojo del que todo lo ve, como en una edad anterior al pecado pues simulábamos luchar en la creencia de que esto hacíamos; creencia rayana en la fe como el juego en la verdad y los hechos se aventuraban apenas a desmentirnos con las orejas rojas.

Dejamos de girar por el suelo, mi primo Ángel vencedor de Paulina, mi hermana;
yo de Isabel, envueltas ambas ninfas en un capullo de frazadas que las hacía estornudar –olor a naftalina en la pelusa del fruto–. Esas eran nuestras armas victoriosas y las suyas vencidas confundiéndose unas con otras a modo de nidos como celdas, de celdas como abrazos, de abrazos como grillos en los pies y en las manos. Dejamos de girar con una rara sensación de vergüenza, sin conseguir formularnos otro reproche que el de haber postulado a un éxito tan fácil. La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su aparición en el mito, como en su edad de madera recién carpintereada con un ruido de canto de gorriones medievales; el tiempo volaba en la buena dirección. Se lo podía oír avanzar hacia nosotros mucho más rápido que el reloj del comedor cuyo tic-tac se enardecía por romper tanto silencio. El tiempo volaba como para arrollarnos con un ruido de aguas espumosas más rápidas en la proximidad de la rueda del molino, con alas de gorriones –símbolos del salvaje orden libre– con todo él por único objeto desbordante y la vida –símbolo de la rueda– se adelantaba a pasar tempestuosamente haciendo girar la rueda a velocidad acelerada, como en una molienda
de tiempo, tempestuosa. Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y luego... el
carozo sangriento, afiebrado y seco.

¿Qué será de los niños que fuimos? Alguien se precipitó a encender la luz, más rápido que el pensamiento de las personas mayores. Se nos buscaba ya en el interior de la casa, en las inmediaciones del molino: la pieza oscura como el claro de un bosque. Pero siempre hubo tiempo para ganárselo a los sempiternos cazadores de niños.
Cuando ellos entraron al comedor, allí estábamos los ángeles sentados a la mesa ojeando nuestras revistas ilustradas –los hombres a un extremo, las mujeres al otro– en un orden perfecto, anterior a la sangre.
En el contrasentido de las manecillas del reloj se desatascó la rueda antes de
girar y ni siquiera nosotros pudimos encontrarnos a la vuelta del vértigo, cuando entramos en el tiempo como en aguas mansas, serenamente veloces; en ellas nos dispersamos para siempre, al igual que los restos de un mismo naufragio. Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente. Nada es bastante real para un fantasma. Soy en parte ese niño que cae de rodillas dulcemente abrumado de imposibles presagios y no he cumplido aún toda mi edad ni llegaré a cumplirla como él de una sola vez y para siempre.

Preferí leer íntegramente el poema, aunque es un poco extenso, porque me parecía un crimen mutilarlo. Para comenzar, digamos que tiene varias lecturas posibles. Desde luego, sabemos que antiguamente, cuando los niños “se portaban mal”, se los castigaba encerrándolos un rato en una pieza oscura, que solía ser el espacio más ingrato de la casa. Por otro lado, la oscuridad presupone también lo no visto, pero latente; por eso mismo, constituye un escenario natural para que el inconsciente empiece a emerger y a fluir. Se trata de un erotismo precoz y que busca literalmente a tientas, más con el tacto que con la vista (no por nada surge en la oscuridad). Así que en esta pieza oscura se revelan y se proyectan, por así decirlo, las “películas” del inconsciente infantil, con toda su carga de exploración sexual. Estas pulsiones nacientes tienen una fuerza propia y oscilan entre la culpa y la osadía, entre el pudor y la fascinación, entre el descubrimiento del otro y el autodescubrimiento.

Más abstractamente, en el poema subyacen mundos opuestos, pero en interacción continua: los niños y los adultos, “la aventura y el orden”, la prohibición y la libertad, la espontaneidad y la disciplina, el deseo y la ley, el ello y el superyó. Recordemos que, sabiendo que los adultos los buscaban ya en las inmediaciones del molino, los niños regresan disimuladamente al comedor y se sientan a la mesa separados por género (“los hombres a un extremo, las mujeres al otro”), y fingen una observancia cabal de las reglas.

El escarceo erótico de estos niños ocurre en la frontera del incesto, la promiscuidad y cierto voyeurismo: recordemos que se trata de un cuarteto de primos y, pese a la penumbra, cada pareja percibe lo que hace la otra. El niño Enrique Lihn (“el hablante”, diríamos, si el poema no fuera tan nítidamente autobiográfico) vive su drama desde su conciencia individual, pero está en cierto grado protegido por la sensación de complicidad que surge entre primos y hermanos. Por supuesto, esta experiencia de exploración sexual no es inocente, pero tampoco tiene nada de perversa. Los primos no parecen movidos principalmente por una voluntad de ruptura o siquiera de desafío a las normas; más bien parecen animados por el deseo de explorar y explorarse, y en este erotismo furtivo están conociéndose unos a otros, pero también a sí mismos.

Detengámonos un poco en la experiencia del protagonista. Como se ve, resulta más bien frustrante, porque aun en el juego su objeto del deseo le resulta no sólo esquivo, sino casi burlón: [...] Yo solté a mi cautiva y caí de rodillas, como si hubiera envejecido de golpe, presa de dulce, de empalagoso pánico / como si hubiera conocido, más allá del amor en la flor de su edad, la crueldad del corazón en el fruto del amor, la corrupción del fruto y luego... el carozo sangriento, afiebrado y seco [...]. En efecto, en la poesía posterior de Lihn el fruto del amor termina revelándose a menudo como un “carozo sangriento, afiebrado y seco”, e incluso en sus poemas no amatorios notamos que el poeta experimenta esa misma sensación de inasibilidad frente a cada semejante. “Me ha sido tan inasible toda criatura”, dirá en un poema, y en “Silbido casi tango” va incluso más lejos: “[...] este mundo mortalmente deshabitado para mí / como si alguien me hubiera quitado el saludo / masivamente. / Puente de qué / roto entre yo y las gentes / qué delgadez la de mi pobre sangre / por no mezclarse, en realidad, a nada”.

Por otra parte, el simbolismo de la rueda es también muy significativo. Como recordarán, la rueda aparece primero como el símbolo de la vida, pero luego la vida es el símbolo de la rueda. Además, al simbolizar la vida coincide con el inicio, cuando “la rueda se atasca como si no volara”. Después, la rueda se centra en su eje (imitando a los niños que también rodaban emparejados y excitados), y luego “dio unas vueltas en falso como en una edad anterior a la invención de la rueda / en el sentido de las manecillas del reloj y en su contrasentido”. Es decir, la rueda ya no es sólo el símbolo de la progresión y la temporalidad –el tiempo es la medición del movimiento–, sino que también simboliza cierta suspensión e incluso de cierto estancamiento. Ese girar en el vacío coincide con un tiempo auroral y mítico, casi como un Paraíso de libertad infantil: “La rueda daba ya unas vueltas perfectas, como en la época de su aparición en el mito, como en su edad de madera recién carpintereada / con un ruido de canto de gorriones medievales”. Finalmente, es la vida la que imita a la rueda, y entonces se desatasca y los primos –como si volvieran desde otra dimensión o de una abducción– suspenden el juego erótico y no vuelven a reeditarlo o quizás ni tan sólo a recordarlo. La represión está ya tan interiorizada por los niños, que los adultos no necesitan siquiera reprimir. De hecho, como si experimentaran sentimientos de culpa, los primos se distancian y dispersan para siempre, como “los restos de un mismo naufragio”.

Sugería recién que tomemos en serio los últimos versos, porque contienen una clave para comprender a fondo no sólo la poesía de Lihn, sino también su personalidad y su conducta: “Pero una parte de mí no ha girado al compás de la rueda, a favor de la corriente. / Nada es bastante real para un fantasma”. O sea, después de haber palpado la vida, después de haber saboreado esa sexualidad naciente, la poesía parece un vano intento por corporeizar el propio fantasma. “Soy en parte ese niño que cae de rodillas / dulcemente abrumado de imposibles presagios / y no he cumplido aún toda mi edad / ni llegaré a cumplirla como él / de una sola vez y para siempre”. Como se puede apreciar, el protagonista siente que, en ese instante paradisíaco y atemporal, vivió de un golpe toda su edad. Luego, la vida le parecerá nada en comparación con la intensidad poética, y la propia poesía parece una recreación compensatoria, un inútil esfuerzo por recuperar esos momentos ultracondensados de vida y de descubrimiento.

Finalmente, digamos que la dialéctica entre oscuridad y luz, o entre vigilia y sueño, será casi una constante en la obra posterior de Lihn. Recordemos, por ejemplo, unos versos de “Porque escribí”, quizás el poema más célebre de Enrique: “Estuve enfermo, sin lugar a dudas / y no sólo de insomnio, / también de ideas fijas que me hicieron leer / con obscena atención a unos cuantos psicólogos, / pero escribí y el crimen fue menor, / lo pagué verso a verso hasta escribirlo, / porque de la palabra que se ajusta al abismo / surge un poco de oscura inteligencia / y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados”.

Vemos entonces que, para Lihn, cada poema es una suerte de linterna doblemente paradójica: primero, porque apunta hacia el pasado, no hacia adelante; segundo, porque esta linterna organísmica no aporta luz, sino sólo una “oscura inteligencia”. De ahí esos versos de “Gotera”, también de La musiquilla...: “Pues, ¿a qué viene esto de hablar así como se suda, / el forcejeo por dar al cuerpo lo que es de la memoria [...]”.

Creo que ya estamos percibiendo rasgos muy salientes de Lihn: por un lado, esa suerte de bioelectricidad que galvaniza sus mejores poemas, y que aparece sólo cuando la palabra –a la manera de un cable invisible– pone en contacto dos polos opuestos: el cuerpo que conduce al presente y una memoria que lo tironea hacia el pasado; una sensibilidad que lo torna lúcido y
una lucidez que lo deja confundido; un tartamudeo introspectivo y una fluidez casi ensayística; una mirada interior y un vistazo reiterado a la circunstancia. En suma, lirismo y prosaísmo armónicamente combinados.

Por otro lado, el mejor Lihn confiaba sobre todo en su experiencia personal y en su percepción. De hecho, creo que su acercamiento a la teoría – por ejemplo, la semiótica o la teoría literaria–, aunque permeara su discurso, no enriqueció mayormente su lucidez y su sentido crítico, que en él era natural y espontáneo.

También hemos podido notar que Lihn opta sistemáticamente por los caminos difíciles, casi como si no calculara sus propias fuerzas. Cristián Hunneuss dijo alguna vez que Lihn no daba puntada con hilo, y quienquiera le haya conocido puede testimoniar que no se arredraba ni se detenía a hacer cálculos para sustraerse a las batallas éticas. Aportaba su criticismo en momentos y en contextos en que nadie quería oírlo. Una vez más, se puede decir que operaba a contracorriente.

IV.- CRÍTICA Y AUTOCRÍTICA

Hablaba recién del doble compromiso de buena parte de nuestros poetas: artístico y social, poético y político. En el caso concreto de Lihn, esa actitud se nota a partir de La pieza oscura, donde hay un poema titulado “La invasión” (escrito hacia 1961) que claramente alude a la amenaza imperial que se cernía sobre Cuba, símbolo entonces de una posible liberación continental. Luego, en Poesía de paso (1966) aparecerá “La derrota”, extenso poema que es una reflexión crítica a partir del triunfo electoral de Eduardo Frei Montalva sobre Salvador Allende, el candidato socialista que sólo seis años después fue elegido presidente de Chile.

En los libros posteriores de Enrique ya se advierte un criticismo desencantado respecto de la posibilidad de conciliar la utopía socialista con los ideales libertarios propios del arte y de la creación poética, por esencia más próximos a la fraternidad y al amor antes que al dogmatismo y el resentimiento. En tal sentido, resulta paradigmático el poema “Mester de juglaría”, de La musiquilla de otras esferas (1969). Como es extenso, me limitaré a citar un fragmento:

[...] Ocio increíble del que somos capaces yo he estado almacenando mi desesperación durante todo este invierno, trabajadores, nada menos que en un país socialista. He barajado una y otra vez mis viejas cartas marcadas. Cada mañana he despertado más cerca de la miseria esa que nadie puede erradicar, y, coño, qué manera de dormir como si germinara a pierna suelta sueños insomnes a fuerza de enfilarse a toda hora frente a un amor frío pero lleno de violencia como un sargento borracho estos datos que se reúnen intextricables digámoslo así en el umbral del poema cosas de aspecto lamentable traídas no se sabe para qué desde todos los rincones del mundo (y luego hablaron de la alquimia del verbo) restos odiosos amados en una rara medida que no es la medida del amor. De manera que hablo por experiencia propia. Soy un sabio en realidad en esta cosa de nada y para nada y francamente me extraña que los poetas jóvenes a ejemplo del mundo entero se abstengan de figurar en mi séquito. Ellos se ríen con seguridad de la magia pero creen en la utilidad del poema, en el canto. Un mundo nuevo se levanta sin ninguno de nosotros y envejece, como es natural, más confiado en sus fuerzas que en sus himnos [...].

El poema data aproximadamente de 1968, cuando Lihn permanecía en La Habana trabajando en Casa de las Américas. Es decir, a diferencia de “La invasión”, este poema no está escrito sobre Cuba, sino desde Cuba. Y en plena revolución, Lihn no comparte el entusiasmo, pese a que entonces militaba en el Partido Comunista. De hecho, su poema desentona: en medio de un gobierno de los trabajadores y para los trabajadores, el poeta reivindica el ocio y hasta se diría que pulsa deliberadamente una cuerda un poco cínica, casi provocativa.

Sin embargo, eso corresponde sólo a la superficie del texto; el subtexto es bastante más dramático y visionario, como si quisiera ilustrar el clásico desencuentro entre el creador y el poder, entre la lírica y la historia.

V.- LIBERTAD CREADORA Y EXISTENCIAL

Quisiera decir ahora algo desde una perspectiva psicológica y comunicacional. Estoy pensando en un planteamiento de Virginia Satir, una figura clave del enfoque sistémico y de la terapia familiar. Ella postula que hay cinco grandes derechos elementales sin cuyo ejercicio no funcionan ni la vida ni la comunicación humana. El primero –y acaso el más básico– es el derecho a ver, a oír, a percibir lo real, sin negaciones. Alguien podría decir que eso lo hacemos todos, de modo que no tendría sentido enunciarlo como derecho. Pero resulta que, al contrario, la autocensura es algo muy habitual. En toda familia hay secretos y realidades sobre las cuales no se puede siquiera conversar o formular preguntas, así que desde niños aprendemos a ser “discretos y prudentes”. Lo mismo ocurre en la cultura, en el mundo laboral, en la política, e incluso el periodismo de denuncia tiene también sus propios tabúes.

Pues bien, creo que la libertad de expresión –tanto del individuo como de los medios– presupone una decidida y consciente libertad de impresión: la capacidad para enfocar la atención deliberada y resueltamente hacia aquello que tememos o que nos han enseñado u obligado a soslayar o rehuir. En este sentido, el arte y la literatura suelen reorientar nuestra atención hacia lo supuestamente prohibido o interdicto, y la poesía en particular desafía más y más los tabúes.
Aunque muchos autores aportan lo suyo, resulta indudable que Nicanor Parra asumió más que otros la tarea de desinhibir y deslenguar nuestra poesía, y es igualmente indudable que, en las generaciones siguientes, es Lihn quien mejor prosigue la tarea. Claro que hay una diferencia notoria: Enrique pulsa menos que Nicanor la cuerda humorística y se mantiene más conectado a su talante lírico.

Una lectura global de sus mejores páginas se lo dejará claro a cualquiera. Recién cité y comenté el poema más significativo de La pieza oscura. Ese libro contiene otros poemas muy notables, como los célebres monólogos que le significaron un primer premio en 1956, o también “Destiempo”, que leo para ustedes:

Nuestro entusiasmo alentaba a estos días que corren entre la multitud de la igualdad de los días. Nuestra debilidad cifraba en ellos nuestra última esperanza. Pensábamos y el tiempo que no tendría precio se nos iba pasando pobremente y estos son, pues, los años venideros.
Todo lo íbamos a resolver ahora.
Teníamos la vida por delante.
Lo mejor era no precipitarse.


De nuevo estamos ante un hablante que parece pensar antes que actuar, y también en este caso la vida pasó sin que él lo notara. Aunque asuma la primera persona del plural, se ve que el poeta no se concede ningún privilegio y que es el primer blanco de su propia ironía. Por otro lado, la brevedad del poema contribuye a connotar también la fugacidad de la existencia y lo fácil que es desperdiciarla soñadoramente.

La autocrítica y la revisión de la historia familiar reaparecen en Poesía de paso (1966), volumen cuyo original inédito obtuvo en La Habana el premio Casa de las Américas. Esta vez los poemas alternan deliberadamente el lirismo autocastigado y una reflexión crítica sobre el entorno y el momento histórico.

En 1969, año en que Lihn cumple los cuarenta, aparecen dos libros relevantes: Escrito en Cuba y La musiquilla de las pobres esferas. En ellos se advierte ya una mayor distancia respecto del entusiasmo revolucionario. Claro que no se trata de una defección o un acomodo, sino más bien al contrario, pues el escepticismo le costó caro en muchos sentidos y casi hasta el fin de sus días. Y es que Lihn estimaba que la poesía, precisamente por su insobornabilidad, estaba llamada a hacer una especie de revolución dentro de la revolución mayor.

Desencantado con la revolución y ocupado en ahuyentar sus propios fantasmas, Lihn parece extremar su lucidez, casi al punto de inmovilizarse. Veamos “De un intelectual a una muchacha del pueblo”, poema incluido en La musiquilla de las pobres esferas.

Mi falsa bondad tú eres la única en comprenderla, porque la confundes, ciega, sagazmente con lo único bueno que va quedando en mí y no distingues entre mi miedo a la vida y mi amor a la vida y eres, por un momento, el báculo de esta vejez prematura. Crees, en cambio, en el hombre que yo habría sido y en el que fui fugazmente antes de estos años amargos, de no haber sucumbido al gusto de la derrota, al placer y hasta a la pasión de la derrota, por lo mismo que crees en el amor o porque el amor te hace creer, como si se tratara de un manojo de hierbas en manos de una vieja curandera, en sus virtudes balsámicas, y estás penetrada del papel del amor como de un sabor a hierbas mágicas. Creerás en lo que te diga, al oído, el horóscopo en el estilo epistolar en la lectura de las manos; tu novela soy yo para las noches de insomnio cuando la virginidad acostumbrada a todo da con todo señales de impaciencia y hay que adormecerle con un cuidado especial; esta distancia absurda entre tu cuerpo y el mío es el cauce de un sueño que une las dos orillas colmado, por fin, bajo una tierna luz de amanecer pantanoso. Te encontrarás en una isla conmigo, cualquier imagen de calendario puede ser en este momento tu hallazgo, el primer recurso de la poesía y el último, porque no amas las palabras ni te bastan los excesos de la imaginación, a todo ello prefieres el éxtasis, poner en orden tu vida con esas grandes manos tranquilas y esperar.

Aunque el título de este poema podría parecer pretencioso, no es ni con mucho autocomplaciente. El poeta no está orgulloso de su condición de “intelectual”, y más bien presenta él mismo un contraste que lo deja mal parado ante sus propios ojos. Para empezar, es evidente que si la interlocutora que no ama las palabras, sí parece amar la vida, y por su juventud parece encarnar la poesía en vivo; en cambio, el poeta descree ya de su propio oficio, como si se tratara de una evasión o de una actividad masoquista y carente de sustancia vital. Así, mientras su interlocutora está cercana a la vida práctica, él permanece en la orilla de la vida y sustraído de lo real: “[...] esta distancia absurda entre cuerpo y el mío es el cauce de un sueño que une las dos orillas [...]”.
Claro que se trata de un autorretrato exagerado, porque Lihn no era propiamente un fracasado –por mucho que algún despistado así lo crea–. Sin embargo, es cierto que, a fuerza de enfocar casi obsesivamente ese rasgo, bien podía terminar proyectando esa imagen y/o creérsela él mismo. En cualquier caso, está claro que Lihn no pasó por la vida ensimismado o pastoreando nubes, sino “simplemente ligado a la historia”, como sugiere en “Mester de juglaría”, otro poema clave de La musiquilla...

De ese mismo libro quisiera citar algunos fragmentos de “Un escupitajo en la escudilla”, texto lúcidamente comentado hace años por Gastón Soublette.

“[...] Los poetas somos mendigos, alguien lo dijo en el temor de parecerlo. Otro habló alguna vez de los dolores del costo de la forma (ningún nombre importa, esas frases como pavos reales son, por lo común, de importación francesa). Peor que mendigos, nos reducimos a la mendicidad, o será que sólo yo he tomado en serio mi oficio. Bien pensado, veo otros miembros de la cofradía – jamás una comunicación, nunca un saludo de cumpleaños, ni la menor señal de vida en común, ni un escupitajo en mi escudilla– ocupar altos cargos o, en su defecto, abrirse de brazos y de piernas a escala nacional, continental o mundial. Mientras yo, a fuerza de desvivirme, quizás llegue, pero nadie me lo asegura, a sacar de pronto, en lugar de la lengua, la palabra lengua. [...] A un año de distancia, ¿qué he ganado con ello fuera de perfeccionarme en la culpabilidad? Ya tendrás muy claro qué significa esta clase de talento cuando se cultiva a escala mundial: algún día bajaré los ojos en señal de abyección. Todas mis justificaciones no son más que otros argumentos en mi contra. Ya me lo dijo un amigo de paso en una maldita esquina del boulevard Saint Michelle. Le pareció que una lagartija me recorría el cuerpo. Era mi mala conciencia. Sumarle ahora el muro de los lamentos es algo rayano en la obscenidad. Es lo que hago”.

Una vez más, Lihn exagera, pues no llegó a bajar los ojos “en señal de abyección”. Pero escribir esas palabras quizás le permitió luego recordárselas a sí mismo, porque sus poemas eran compromisos existenciales, algo así como cartas que su yo más lúcido y resuelto escribía a los otros yoes más débiles o confusos, para que en momentos de debilidad o de duda pudieran orientarse ética y humanamente. Así, pues, si una suerte de lagartija parecía recorrerle el cuerpo, con seguridad no era tanto la señal de su mala conciencia, ni mucho menos de abyección, sino el esfuerzo de su yo más profundo y maduro por persuadir a sus partes más inmaduras.

Y creo que eso permite comprender mejor el tránsito entre su lirismo y su metapoesía, que a menudo ocurre en un mismo poema e incluso en un mismo verso. Autoscópico y autocrítico como era, Lihn solía mirarse a sí mismo sin mucha piedad, y entonces fluía naturalmente el registro metapoético. La naturalidad de ese proceso radica precisamente en la fluidez entre lo auto y lo meta: entre su autoobservación y su metacognición, entre el autoanálisis y la metapoesía. De modo que no se trata de un rasgo programático, ni mucho menos. Y el resultado solía ser una lucidez descarnada, que es su gran aporte y al mismo tiempo su riesgo mayor.

Quizás para reducir ese riesgo y/o para reducir la autorreferencia, Lihn optaba a veces por el poema de viaje. Recordemos que, aunque afirma no haber salido nunca ni espiritual ni lingüísticamente del “horroroso Chile” –o quizás de la pieza oscura de su niñez–, Lihn viajó bastante. Ya los títulos de sus libros lo señalan: Poesía de paso (1966), Escrito en Cuba (1969), París, situación irregular (1977), A partir de Manhattan (1979), Postales de la India (1987).

VI.- LA RECEPCIÓN DE LA POESÍA DE LIHN

Con viajes o sin ellos, la poesía de Lihn concitó interés en el extranjero de parte de buenos críticos, poetas, traductores y editores. Pero en Chile – especialmente bajo dictadura– se le regateó mezquinamente el reconocimiento.

En el plano crítico, el principal regateo –y el más paradójico– lo practicó Ignacio Valente (o José Miguel Ibáñez Langlois, su verdadero nombre). Él ha declarado que el distanciamiento con Lihn (que por lo demás era su primo lejano) se debió a que no valoró como se merecía los primeros libros de Enrique, que ahora al releerlos le parecen en realidad más meritorios. Pues bien, me temo que la situación es otra. De hecho, Valente valoró notoriamente a Lihn en sus primeras publicaciones: basta recordar las reseñas recopiladas en Poesía chilena e hispanoamericana actual (1975), libro notable que curiosamente nunca ha reeditado ni siquiera de modo parcial. En cambio, en 1979 le dirigió un elogio que más bien parecía un burla, pues afirmó que A partir de Manhattan estaba a la altura de lo mejor que se estaba escribiendo en el país y en Hispanoamérica en ese momento; sin embargo, eso fue todo lo que dijo: un par de líneas paradojales para luego seguir hablando de otro poeta. Y es de notar que, por otra parte, Valente declaraba estar deseoso de leer cada semana un libro que mereciera comentario. ¿Acaso un libro al que él atribuía esa calidad continental sólo ameritaba ese par de líneas en El Mercurio del domingo? Y todo eso sin hablar de la “reseña” que publicó en el mismo periódico a propósito de Diario de muerte (1989), comentario que se puede considerar un ejemplo paradigmático de malquerencia e incomprensión.

Más allá de eso, Chile entero le adeuda a Lihn más y mejores lectores. Para eso, creo conveniente comenzar por sus libros de los años sesenta, si bien entre los posteriores hay varios que merecen una lectura detenida y reiterada.

Y para terminar, recordemos una relación que él tuvo siempre muy presente: su vínculo con los poetas jóvenes, entre los cuales solía ganar respeto y aprecio. Pues bien, ¿qué representa para ellos el ejemplo de Lihn? Tal vez una de las maneras de abordar el asunto sería citar un fragmento mínimo de un poema en particular que se titula “Si se ha de escribir correctamente poesía”, y que está recogido en un librito muy breve que se llama Antología al azar, que se publicó en Perú en 1981:

Si se ha de escribir correctamente poesía en cualquier caso hay que tomarlo con calma. Lo primero de todo: sentarse y madurar. El odio prematuro a la literatura puede ser de utilidad para no pasar en el ejército por maricón, pero el mismo Rimbaud que probó que la odiaba fue un ratón de biblioteca, y esa náusea gloriosa le vino de roerla.

Cito solamente ese fragmento porque creo que deberían grabárselo a fuego todos los poetas venideros. “Sentarse y madurar”, he ahí toda una consigna y un auténtico proyecto de vida para cualquiera que no padezca de apresuramiento crónico. Sentarse y sentirse, agregaría yo. Bueno, eso es todo. Muchas gracias.


daniel rojas pachas

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